INDONESIA III. ISLAS DE SUMBAWA y LOMBOK. Del 19 al 25 de octubre de 2015.
Un entorno fluorescente nos rodeó durante toda la noche. El plancton flotaba alrededor del barco y dormimos sobre un agua llena de puntos de luz. Por la mañana, unos jabalíes desde la orilla, parecía que nos despidieran mientras levantábamos el ancla y dejábamos atrás la isla de Komodo.
En octubre, el viento en la zona estaba casi totalmente ausente ya que era la época de transición entre monzones, por lo que ese día tuvimos una travesía exclusivamente a motor. Únicamente la génova nos ayudó puntualmente cuando algo de brisa se levantaba. De esta forma, en una cortísima travesía de poco más de 30 millas, llegamos hasta a la isla de Sumbawa, nuestro siguiente destino. En el extremo este de esta isla existía también la pequeña isla de Sangeang y en el canal que separaba ambas islas, la corriente en contra se canalizó y nos hizo ir muy lentos, entre dos y tres nudos. Afortunadamente, tuvimos una muy buena distracción ya que Sangeang era una isla preciosa con su forma de cono perfecto. Pero además, guardaba una sorpresa. En su cumbre observamos al principio lo que creíamos que eran las típicas nubecitas provocadas por el rápido ascenso del aire por la ladera, pero al poco, mientras no mirábamos, vimos que esas nubes habían aumentado de tamaño muy rápidamente. Nos quedamos dudando. ¿Era efectivamente así o había sido un efecto óptico? Enseguida comprobamos el motivo. Una explosión echó hacia arriba una gran cantidad de humo. ¡Era un volcán activo! Periódicamente, esas explosiones se repitieron una y otra vez y nosotros, como no, nos mantuvimos observándolas todo el rato.
Finalmente llegamos a la bahía de Wera, en la isla de Sumbawa y fondeamos en ella. En concreto, en la posición 8°17'34.9"S 118°55'51.4" aproximadamente, en unos ocho metros y fondo de arena negra volcánica. Toda la playa de la bahía tenía el mismo color de arena. La bahía estaba bastante llena de barquitas de pesca fondeadas y todas se movían desordenadamente ya que la bahía era muy abierta y las olas entraban sin muchos obstáculos, y eso que el día había estado muy tranquilo de viento.
Al poco, tres niños en una canoa de madera muy rudimentaria nos pasaron a saludar y nos pidieron unas galletas. Se las dimos y ellos, muy contentos, siguieron remando por la bahía. No parecían muy expertos porque al poco una ola les llenó de agua la barca y se hundieron. La barca quedó semihundida y los niños se mantuvieron alrededor de ella nadando. Uno de ellos, sin embargo, se le veía con cara de estar pasando un mal rato. Rápidamente fuimos a coger el auxiliar para ir a socorrerles pero, afortunadamente, se cogieron a una barca de pesca que estaba allí al lado fondeada con sus tripulantes a bordo. Ya cogidos a ella, empezaron a achicar el agua de la barquita y a sacarla a flote. Al poco, ya estaban navegando de nuevo pero esta vez hacia la orilla. Se les habían ido las ganas de seguir remando.
Eran ya las últimas luces del día y antes de que oscureciera del todo, nos fuimos a cenar al interior del barco. Más tarde, antes de acostarnos, nos asomamos a echar un vistazo al exterior y lo que vimos nos dejó alucinados. La isla de Sangeang, la que por la mañana tenía explosiones en su cumbre y que estaba justo enfrente de la bahía en la que estábamos ahora, estaba cubierta de lava. Una larga luz roja caía desde su cumbre por la ladera. Más abajo, otro foco de lava también emergía dando más luz por aquel lado. Con la luz del sol, sólo habíamos podido ver las explosiones, pero por la noche, la lava se veía con todo detalle y era una maravilla.
Por la mañana desembarcamos en la playa con algunas dudas de dónde era el lugar donde había menos rompientes, ya que en toda la orilla de la bahía se veían espumas. Al final llegamos a la playa sin ningún percance. Enfrente teníamos lo que era más característico del pueblo: sus astilleros. Bajo altas estructuras de madera y enormes techos de hojas de palmera sin paredes, se estaban construyendo grandes barcos de madera. Los hacían totalmente de forma artesanal, sin ningún tipo de aparato moderno. ¡Y eran de un tamaño gigantesco! Aquí se construían algunas de las típicas y preciosas goletas indonesias. Por lo que habíamos leído, los astilleros daban bastante progreso económico al pueblo y hacía que el nivel de vida en él fuera mayor que en otros pueblos de la isla, que al parecer era bastante pobre. Si esto era así, no quisimos imaginarnos cómo eran esos otros pueblos, porque en la bahía de Wera te sentías como si hubieras retrocedido en el tiempo. Casas bajas, la mayoría de madera y bambú y sin agua corriente, calles sin posibilidad de que circularan vehículos – ¿para qué? tampoco existían vehículos de cuatro ruedas, sólo ciclomotores-, muchas mujeres tejiendo sarongs (tejidos típicos) de forma tradicional frente a sus casas, otras llevando grandes tinajas en la cabeza, tienditas en mostradores rudimentarios con cuatro productos… era alucinante. La mayoría de las casas estaban elevadas sobre pilares y en el techo tenían una figura de madera que simbolizaba a cada familia. La población aquí era musulmana y las mujeres en general, aunque no todas, se tapaban la cabeza con pañuelo. Los hombres, sobre todo los mayores, iban vestidos con el gorrito típico indonesio que tiene forma parecida a un cono truncado. Y todos, se mostraban muy amigables. Posaban sin problemas para las fotos tras preguntarles e incluso eran ellos a veces los que nos pedían las fotos. Eran muy amables y su forma de hacer un cumplido era decir que éramos muy guapos. Debía ser lo poco que sabrían decir en inglés.
El paseo no lo dimos solos ya que ya en la playa, recién desembarcados, se nos presentó un hombre uniformado muy simpático y se ofreció a enseñarnos el pueblo. Este hombre era el aduanero y nos explicó muchas cosas mientras caminábamos. Nos contó en qué consistía su trabajo y nos contó qué rasgos físicos tenía la población de indonesia dependiendo de dónde fueran sus orígenes. Por ejemplo, sus rasgos eran muy parecidos a los que podrías encontrar en muchos de los habitantes de Sudamérica y de España. Él mismo llamaba a sus rasgos latinos y al parecer, todos los de las islas molucas, de donde él era originario, tenían ese físico. Nos comentó que la gente de Irian Jaya, la parte indonesia de la isla de Papúa, eran totalmente negros y la gente que habitaba las islas cercanas a Malasia, eran muy asiáticos. En fin, que había mucha mezcla. Paseando, nos enseñó la oficina de policía y la pequeña enfermería –el hospital quedaba a dos horas en coche-. En el salón de videojuegos del pueblo (un salón de una casa con una playstation) echó la bronca entre bromas al propietario porque allí había dos niños, con cara de embobados, jugado a la máquina cuando debían de estar en el colegio. El propietario del antro, entre risas, dijo que el negocio era el negocio. Cada vez que se cruzaban dos hombres por la calle se soltaban bromas. Parecían muy felices. Pero como en todos los pueblos, debían de existir rencillas, sobretodo por la absurda política. La sociedad estaba muy politizada. En muchas de las casas había pegados carteles de partidos políticos. Si le hacíamos fotos a la gente, mostraban un número con los dedos. Al principio no sabíamos porqué era y luego supimos el motivo: cada número correspondía a un partido político. Nuestro anfitrión nos comentó que si cambiaba el partido político que gobernaba en el pueblo, a él lo tirarían y pondrían a otro aduanero. Lo peor era que la situación no era puntual debida a una campaña electoral, sino que los carteles electorales eran una imagen permanente en muchos lugares.
Entre las casas rudimentarias de madera del pueblo, se elevaba de vez en cuando un mazacote de ladrillo y cemento de dos o tres plantas. Nuestro anfitrión nos iba explicando de quiénes eran esas casas: -ésta es del dueño del astillero, ésta es la del naviero que tiene varios barcos y se dedica a traer las mercancías del pueblo… Estas casas eran de buenos materiales pero eran muy feas estéticamente. Finalmente recorrimos todo el pueblo y nos despedimos de nuestro amable aduanero. Fue muy simpático aunque no nos gustó un comentario despectivo que hizo sobre una chica que iba con la cabeza destapada. Según él, era muy malo que las mujeres fuesen así. Con Sandra en cambio fue amable, por lo que imaginábamos que su opinión sólo se refería a las que fuesen musulmanas.
Ya solos, fuimos entonces a comprar algo de fruta y en el mismo tenderete, comimos unos plátanos fritos que acababan de hacer allí mismo en una gran palangana de aceite requemado. Luego, curioseamos por el astillero y los obreros nos invitaron a subirnos a las pasarelas laterales del barco que estaban construyendo para observar cómo avanzaban con el trabajo en el interior del casco. Se les notaba muy orgullosos de su obra y no era para menos; era impresionante ver como hacían aquel gigantesco armatoste totalmente a mano. Además, una vez completados y en el agua, eran una verdadera preciosidad.
Regresamos al barco y dudamos si quedarnos allí un día más o aprovechar el poco viento que hacía a favor para avanzar millas. Optamos por esta última opción ya que estando en octubre, no se podía desaprovechar un viento tan favorable. Subimos el ancla y partimos. La noche fue complicada porque la ruta que seguimos era la habitual también de muchos pesqueros y pequeños mercantes. Estos últimos siempre eran los que nos parecían más peligrosos porque no se apartaban ante nada y si te despistabas, podían pasarte hasta muy cerca para marcar territorio. Así que nos tocó estar muy alerta durante toda la noche.
Al día siguiente, extrañamente, el viento suave se convirtió en un viento bastante duro. Treinta nudos estuvieron mantenidos durante varias horas por la mañana y el mediodía. Por suerte fue a favor y se llevó sin ningún problema. Durante esas horas vimos varios delfines y una ballena saltando. Al mediodía, nos planteamos fondear frente a un pueblo, pero al acercarnos lo descartamos porque la bahía era totalmente abierta y el viento había generado una ola importante. Esa ola iba a mantenerse aún bastante tiempo por lo que optamos por continuar hasta Lombok aunque tuviéramos que pasarnos otra noche navegando. Al atardecer, afortunadamente, el viento fue aflojando y la noche fue totalmente tranquila, aunque debimos seguir vigilando la presencia de barcos.
A las 5 de la mañana, todavía en noche cerrada, decidimos poner el motor porque ya casi no avanzábamos con el poco viento que había. Al encenderlo, notamos una vibración extraña y lo apagamos enseguida. Sin duda, algo se había enganchado en la hélice. Dani, atado y con una linterna acuática bajó al agua y, efectivamente, observó una gran bola de sargazos bien enganchada a la hélice. Consiguió desengancharla con bastante facilidad aunque le llevó varios minutos de trabajo y, sin darse cuenta, salió con las manos sangrantes de los cortes con las lapas que ya estaban cubriendo los bajos. La verdad es que daba algo de aprensión tener que tirarse de noche en esas aguas en las que existían bastantes animalillos desagradables como serpientes o tiburones.
Durante el día, nos acercamos más a la costa y pudimos ver algún volcán más echando humo en su cima.
Las corrientes por toda la zona del sudeste asiático iban a ser algo incómodas porque te aceleraban o retrasaban dependiendo si se tendía a bajamar o a pleamar. Por ejemplo, ese día la corriente nos ralentizó por la mañana, pero por la tarde nos aceleró. Esos cambios de ritmo nos impidieron adaptar la velocidad correctamente para llegar a una hora cómoda a nuestro destino y después de unas 180 millas, llegamos a la peor hora posible: las 10 de la noche. Tarde porque ya era totalmente de noche pero demasiado pronto para ralentizar la marcha y poder llegar con luz diurna. Así pues, aunque no nos gustaba demasiado, decidimos entrar de noche. Teníamos, eso sí, varios waypoints de aproximación, por lo que el riesgo de embarrancar era bastante poco.
Nuestro destino era Medana Bay Marina, en la isla de Lombok. Pese a su nombre rimbombante, era una marina a medias. Unas boyas protegidas por unos arrecifes naturales era su principal infraestructura.
Bordeamos los arrecifes siguiendo exactamente los waypoints que teníamos y al poco ya estábamos en la zona donde los barcos amarraban en las boyas. Era noche cerrada y no se veía nada bien el entorno ni que boyas habían disponibles. Además, tuvimos un poco de mala suerte y si bien no habíamos visto casi veleros desde hacía tiempo, y los días siguientes nos quedaríamos solos en el lugar, esa noche casi estaba el lugar al completo con seis o siete barcos amarrados. El problema era que algunas de las boyas parecían instaladas pensando en pequeñas barcas y cuando te amarrabas a ellas, luego ibas a parar al lado de otro velero. Además de ese problema, esa noche no vimos que algunas de las boyas laterales, estaban cerquísima de los arrecifes, por lo que dar vueltas por allí hubiera sido bastante peligroso. Con nuestro foco, fuimos iluminando toda la zona y finalmente vimos una boya libre bastante adelante. A ella nos amarramos y algo cansados, nos fuimos a dormir.
Por la mañana desembarcamos y observamos con más detenimiento el lugar. La “marina” tenía un pequeño pantalán flotante que podía dar cobijo a un par de barcos. El lugar formaba parte de un pequeño hotel semidesierto y contaba con un pequeño restaurante que también estaba muy vacío porque sólo atendía a los pocos barcos que recalaban allí. Un chico nos atendió muy simpático. Era hijo del dueño, un inglés que se había casado con una indonesia. El chico era muy amanerado y vestía muy moderno y pensamos, viéndole, qué pensarían de él algunas de las personas locales que debían ser tan conservadoras. Sin duda su presencia ayudaba a abrirles un poco la mente. Había estudiado un año en España en la Universidad Pontificia de Comillas, pero aún así, no se animó a hablar español. Nos explicó todo muy bien y fue él el que nos dio la idea de visitar Bali desde Lombok. El barco, en la boya, quedaría seguro y no tendríamos que hacer millas para después tener que desandarlas. Además, de esta forma, conoceríamos un poco más la vida local y veríamos los ferrys indonesios que sólo costaban 3 euros el trayecto. Lo pensaríamos. También alquilamos una moto para el día siguiente. La boya costaba unos 6 euros al día, incluyendo ducha e internet (un poco lento) y la moto, de sólo 50 centímetros cúbicos, costaría lo mismo por día. A nosotros esto último, nos pareció muy barato.
Al día siguiente nos subimos a la moto y nos dirigimos hacia el suroeste de la isla. El tráfico era intenso, sobretodo de motos, ya que es el medio de transporte más popular. Lo único malo era que los coches no eran muy respetuosos y cuando venían de cara no tenían problema en ponerse a adelantar por lo que debías estar atento y acercarte al arcén para dejar pasar. De todas formas, sabiéndolo, fuimos con mucho cuidado y no hubo problemas. Mientras avanzábamos, fuimos observando el paisaje y el paisanaje. La gente vivía humildemente. Había mucho comercio pequeño y plantaciones de arroz y maíz. Frecuentemente veíamos mezquitas y todas eran muy bonitas. Para ir a Mataram, teníamos que cruzar por el Monkey Forest (el bosque de los monos). Enseguida vimos montones por los arcenes. Nos paramos un par de veces para hacerles fotos. En general, o nos miraban con indiferencia o se asustaban, pero alguno intentó acercarse un poco para ver si le dábamos comida, como suponemos era la costumbre. Eran macacos, una especie de tamaño mediano, de pelo grisáceo. Los adultos tenían una gran barba. Eran muy graciosos pero como todos los monos, nos creaba una gran impresión el verlos porque eran muy parecidos a los humanos.
Llegados a Mataram, buscamos la oficina de turismo que ponía en el mapa. El lugar era un sitio extraño, medio cerrado en el que no nos pudieron atender porque no hablaban inglés. De allí, fuimos en busca del Hospital público de Mataram para ver si allí podían hacernos unos análisis de sangre para Sandra, ya que a esas alturas de embarazo era lo que tocaba. El hospital era horripilante, daba verdadero pavor, y nos comentaron que allí no nos lo podían hacer y nos remitieron a un laboratorio privado. Casi mejor. Encontramos fácilmente el “Prodia Laboratorium”, que en un edificio nuevo y acristalado, casi tenía la pinta contraria al hospital público del que veníamos. Allí le hicieron un análisis de sangre, de orina y la prueba de toxoplasmosis a Sandra. Los resultados nos los enviarían por email esa misma tarde, resultando todo correcto.
Hecho lo urgente, la tarde la dedicamos a la visita cultural y visitamos dos templos hindús. La isla de Lombok era mayoritariamente musulmana -a diferencia de la vecina Bali que era hinduista- y la presencia de esos templos se debía a una invasión de la isla que se produjo en el siglo XVI por parte de los balinenses. El primer templo que visitamos fue el templo de Pura Meru, de 1720, era el segundo más importante de Lombok y tenía tres altas torres. El segundo que visitamos fue el templo de Taman Mayura, de 1744 y en el recinto, además de haber un gran lago, tenía distintos templitos de pequeño tamaño de piedra. De regreso a la bahía Medana donde estaba la marina, cambiamos de carretera y fuimos por la costa. Allí pasamos por el templo Batu Bolong, que estaba situado encima de las rocas de un pequeño acantilado. En este templo nos retrasamos un montón porque coincidimos con un autobús de turistas indonesios provenientes de la isla de Java. La mayoría eran señoras y casi todo el autobús tuvo el deseo de hacerse una foto con nosotros. Le debía parecer el colmo del exotismo irse de viaje y hacerse fotos con un extranjero. Una tras otra las señoras iban poniéndose a nuestro lado. Al principio eran fotos grupales pero luego, se fueron animando y pedían fotos individuales y, alguna que otra, repetía y todo. Se ponían muy cariñosas y a Sandra le cogían la cara con las dos manos. Con Dani en cambio, posaban abrazándose a su brazo y pegando el cuerpo. Llevaban todas un pañuelo cubriéndose la cabeza, pero aún así, no tenían ningún problema en tener contacto físico con un hombre. Al principio nos llamó la atención pero la sesión fotográfica se alargó y alargó, y comenzamos a cansarnos. Con una sonrisa, fuimos alejándonos poco a poco haciéndonos las últimas fotografías. No queríamos imaginarnos cómo debía ser la vida de una persona famosa. Pobrecillos. De todas formas, fue gracioso y todas las personas fueron muy amables y respetuosas.
Después del reportaje fotográfico, ya regresamos. Fuimos parando alguna vez para observar las vistas del mar desde los acantilados. A veces se habrían bahías con playas muy hermosas de arena blanca y cocoteros. Seguíamos en el trópico y se notaba. En una de esas paradas, un occidental también en moto nos preguntó si sabíamos algún sitio para dormir en la zona. Hablaba un buen inglés pero iba vestido de “quechua” (la ropa de Decathlon). Eso le delató. No sabemos por qué, quizá porque era barata, los españoles que viajamos de mochileros o parecido, siempre vamos vestidos igual. Le preguntamos si era español y acertamos. Era de Granollers y con él estuvimos charlando un poco. De allí ya regresamos al barco.
Al día siguiente nos quedamos en la marina. Por la mañana Dani estuvo en el agua limpiando la línea de flotación y algo los bajos de caracolillo que ya estaba apareciendo. Comimos en el restaurante de la marina un “nasi goreng” (arroz frito) de verduras y un “sate” de pollo (trozos de pollo ensartados en palitos) con salsa de cacahuete. Ambos eran comida típica en Indonesia. En Indonesia y también en Malasia, comer fuera iba a ser un placer porque además de ser muy rica la comida, era baratísima. La tarde la pasamos en una zona del propio complejo que tenía sillas y mesas y una buena conexión a internet. Luego, regresamos al Piropo para preparar la maleta, ya que finalmente al día siguiente iríamos a Bali con el transbordador.
En nuestra próxima entrada os contaremos como fue nuestra visita a Bali.
¡Hasta la próxima!
Juan Ramos dice:
muy buen relato. un placer seguir sus aventuras, desde Uruguay feliz año!!!!!!!