WALLIS. Del 6 al 27 de junio de 2015.
Nos dirigíamos a Wallis, una pequeña isla perteneciente a la posesión francesa conocida como Wallis y Futuna. Esta posesión, además de por Wallis, la formaban las islas de Futuna y la casi deshabitada Isla de Alofi. Este territorio francés en el Pacífico no pertenecía administrativamente ni a la Polinesia Francesa ni a Nueva Caledonia y una característica muy peculiar de él era que, pese al republicanismo de Francia, aquí aún existían tres reyes -uno en la isla de Wallis y dos en la de Futuna- que al parecer, aún pintaban algo en la organización del diminuto territorio. En estas islas, los habitantes son todavía polinesios.
Salimos de Samoa después de despedirnos de nuestros vecinos de marina. La travesía hasta Wallis no tuvo mucha historia. Con unos alisios que todavía no se habían establecido del todo, el primer día sí que tuvimos unos cómodos veintidós nudos de aparente empujando por la aleta, pero los siguientes días el viento bajó mucho hasta casi incluso pararse. Pese a esto, hicimos las casi trescientas millas de travesía sin novedades especiales excepto una: nos mareamos mucho. Hacía tiempo que no nos mareábamos tanto y, además, los dos. Intentando analizar el motivo buscamos muchas explicaciones que quizá no tenían mucho sentido: que si la marina de Apia estaba especialmente quieta comparada con un fondeo y nos había desacostumbrado al meneo, que si estábamos algo cansados porque las últimas noches en la marina nos habíamos quedado hasta tarde charlando con algún vecino, que si la salida del puerto guardando amarras y defensas con las olas de lado ya nos había mareado un poco, etc. Días más tarde, ya en Wallis, otros navegantes que también venían de Samoa nos dijeron que había sido su peor travesía en cuanto a mareos. Decían que nunca se habían mareado y que en esa travesía sí que lo habían sufrido y mucho. Estas manifestaciones nos sorprendieron porque el mar no estaba aparentemente mal aunque quizá, sí que hubo una ola desordenada que nos agitó especialmente sin que nosotros lo apreciásemos.
Nos aproximamos a Wallis de noche por lo que tuvimos que avanzar muy lentamente para llegar frente a la entrada con las primeras luces del día. Wallis es un conjunto de islas y arrecifes. La principal isla, Uvea, y otras pequeñas islas, estaban totalmente rodeadas por un arrecife coralino y se tenía acceso al interior por una entrada al sur que se veía sometida en ocasiones a fuertes corrientes que podían llegar a los seis nudos. No era una entrada muy difícil pero como no la conocíamos, siempre existía algo de incertidumbre por lo que te podías encontrar. Afortunadamente, la noche casi había sido sin viento y el mar, en el momento de la entrada, estaba bastante calmado. La entrada -llamada Pase Honikulu- era muy amplia, de casi cien metros de ancho y se veía claramente con sus luces roja y verde. Estando justo en el centro del pase notamos que la corriente, si existía, casi era inapreciable ese día por lo que no tendríamos ningún problema para entrar. Definitivamente fue una entrada muy fácil, aunque como siempre, pese a que el mar estuviese calmo, en los arrecifes de los lados de la entrada las olas se desmoronaban en gigantescas espumas tras haber formado unos tubos enormes y muy largos. Eso se debía a la súbita subida del fondo del océano que pasaba de varios miles de metros de profundidad, a emerger a la superficie en una distancia de unos pocos centenares de metros.
La primera impresión de Wallis fue idílica. Las islas que rodeaban la entrada eran preciosas, con unas largas playas de arena blanca y cocoteros por doquier. Sorteando los arrecifes ayudados por el suficiente balizamiento existente, rodeamos la isla de Uvea y llegamos frente al diminuto pueblo de Gahi y su fondeo, conocido por ser el más adecuado de la isla. Sin embargo, el no muy amplio acceso a ese fondeo estaba sembrado de boyas con banderas que nos desconcertaron, hasta que nos dimos cuenta que eran unas boyas que estaban alineadas y que servían para el entrenamiento de las canoas locales. La bahía de Gahi era pequeña pero más que suficiente para nosotros, ya que estábamos absolutamente solos excepto otro velero medio abandonado, que estaba atado a una boya. No habíamos visto a ningún otro velero ni en ese fondeo, ni en el largo camino hasta allí bordeando Uvea. Tampoco se veía ninguno frente a Mata’Utu, la principal ciudad de la isla que podía verse en la distancia.
A diferencia de la entrada a Wallis, Gahi no nos pareció idílico. El agua era bastante verdosa y no permitía ver a más de dos metros de profundidad, y la costa se había reforzado con un dique a casi todo lo largo de la bahía que sólo permitía desembarcar utilizando una rampa que allí había. El pueblo no era más que una iglesia que se estaba reformando y unas cinco o seis casas bajas con sus jardines. Además, Mata’Utu, la principal población, estaba bastante lejos para llegar andando y el servicio público de transporte era inexistente, por lo que la única forma de salir de allí era haciendo autoestop. Así pues, decidimos que al día siguiente iríamos al fondeo frente a Mata’Utu a ver si era cierto lo que se decía, que era muy movido e incómodo.
Esa tarde nos quedamos en el barco descansando de la travesía y observando desde la bañera como en dos canoas entrenaban respectivamente un grupo de chicos y chicas locales.
Al día siguiente, con el sol alto, nos fuimos para Mata’Utu. Había que dar un buen rodeo entre los arrecifes para llegar allí y finalmente, cuando llegamos, nos llevamos una buena decepción. Pese a que nos pusimos bien detrás de un pequeño arrecife, la ola creada en las dos millas y media que había desde donde estábamos al principal arrecife, meneaba bastante el lugar; casi parecía que estábamos navegando. No obstante, pasadas las horas y a medida que bajaba la marea, el pequeño arrecife fue protegiéndonos mejor. Por ahora, nos quedaríamos allí. Desde el fondeo a duras penas cogíamos una señal de wifi de la Oficina Postal. Abriendo la conexión a internet, observamos horrorizados los precios de internet. Habíamos batido un record: ocho euros y medio la hora si sólo comprabas una. No obstante, te dejaban gratuitamente diez minutos para probar el servicio que fue lo único que utilizamos. Lo suficiente para bajar un grib meteorológico y consultar los correos electrónicos. Por uno de ellos nos enteramos que Dani había sido de nuevo tío. Ahora tenía una nueva sobrinita, bonita y mofletuda. Qué alegría y que alivio de que todo hubiese ido bien.
Esa tarde, desembarcamos para echar un vistazo y hacer los papeleos. La costa frente Mata’Utu era de un arrecife a flor de agua bastante grande de extensión. Así pues, el único lugar para dejar el auxiliar era al lado del enorme muelle que allí había para el barco de suministro. Este muelle tenía, en su parte sur y al lado de una rampa, un pequeño lugar bien resguardado para dejar pequeñas barcas. Desde allí, paseamos por el muelle hasta el pueblo, que desperdigado con casas bajas, parecía que estuviese desierto, ya que no se veía a nadie por la calle. El frente marítimo estaba dominado por la catedral de Nuestra Señora de la Esperanza, que contaba con una cruz maltesa en el centro de las dos torres, insignia de Wallis. Al lado de la catedral, estaba el Palacio Real con sus dos largos balcones. Más allá, estaba la Oficina Postal que acababa de cerrar y por allí preguntamos por la gendarmería al primer señor que vimos, uno que estaba pintando una valla. Nos indicó amablemente en francés y en cuanto nos oyó hablar entre nosotros en español, nos dijo también en español que él era vasco. Juan, que así se llamaba, llevaba mucho años allí, casi 20 años. Se había casado con una waliseña y había hecho la vida allí. Tanto tiempo llevaba, que casi había olvidado su español. Nos despedimos de él y llegamos a la próxima gendarmería en la que nos atendieron, muy amables, unos gendarmes originarios de Wallis. Los gendarmes, aunque simpáticos, fueron un poco despistados porque nos dijeron que era obligatorio sellar el pasaporte a la entrada y a la salida cuando eso no era así tal y como nos confirmó otro gendarme a la salida, cuando fuimos a la gendarmería especialmente para ello. A aduanas tendríamos que ir otro día porque a esas horas la oficina ya estaba cerrada. Después, dimos una vuelta por el desperdigado pueblo que poco tenía más para ver. El resto del pueblo no era más que algún pequeño negocio, casas bajas y coches que pasaban saludando simpáticamente. Tenía eso sí, tres supermercados de cierto tamaño y entre ellos, un Super U bastante grande. En ellos, los precios eran disparatados, superando los ya elevados precios que había en la Polinesia Francesa. El tetrabrik de leche valía, por ejemplo, dos euros treinta. Mucho no compramos porque la despensa la llevábamos llena, y sólo necesitamos algunos productos frescos.
La noche en el fondeo fue movidita con viento, lluvia y olas. Soplaron unos 25 nudos de viento y, aunque no era mucho, la proa cabeceaba bastante porque las olas eran de cierto tamaño pese a estar fondeados dentro de una laguna. La lluvia esos días ya no daría tregua y caería casi sin parar. El viento también sopló fuerte por lo que el fondeo fue muy incómodo y sólo podíamos estar más o menos confortablemente en el barco cuando la marea bajaba y el pequeño arrecife de enfrente nos daba algo de cobijo. El resto del tiempo, el barco parecía un tiovivo.
El cielo totalmente gris, el viento fuerte, la lluvia cayendo sin descanso, hizo que no nos separáramos del Piropo en un par de días. Sólo bajamos para reservar un coche de alquiler y para hacer los papeleos de entrada de aduanas que, como siempre en las islas francesas, fueron muy sencillos. La aduana, sin embargo, no estaba cerca y había que dar hasta ella un largo paseo.
La mañana del sábado 13 de junio, nos dedicamos a dar una vuelta con el coche por la isla. Como la empresa no tenía disponibles ningún coche de la gama baja, alquilamos uno más caro pero sólo medio día. La isla era muy pequeña y con medio día ya teníamos suficiente. Así pues, reservamos un todoterreno medio día por 42 euros. No había otra opción y nos salió bien porque para llegar al lugar más interesante de la isla hacía falta un 4×4.
Wallis era una isla muy adecuada para visitar con coche excepto por un pequeño inconveniente: no había absolutamente ninguna sola indicación. Casi ni había señales de tráfico. Eso, añadido a que la empresa de alquiler sólo nos dio un mapa sacado de google maps bastante cutre y que había muchos caminos y caminitos que se parecían a las carreteras principales, hizo que no nos situáramos con precisión la mayoría de las veces. Nos dirigimos en primer lugar hacia el Lago Lalolalo al que sólo se podía ir en 4×4. La pista estaba totalmente embarrada y, en ocasiones, el coche avanzaba de lado de tanto barro que había. Nos desviamos varias veces pero, finalmente, un pequeño camino en el bosque nos pareció indicar que por allí había algo. Nos adentramos y efectivamente, allí estaba el curioso lago. Era un antiguo cráter volcánico totalmente circular de altas paredes que caían a pico. Rodeándolo, había una vegetación exuberante y sobrevolándolo, varios pájaros tropicales. El lugar era muy bello excepto por los abundantes mosquitos y porque al parecer, estaba repleto de abundante material militar (jeeps, camiones, etc) que los norteamericanos tiraron allí al finalizar la Segunda Guerra Mundial. Después del lago, avanzamos para el sur de la isla por la carretera del oeste. Bordeamos entonces la costa y encontramos a otros dos veleros fondeados tras la punta sur de la isla a los que no habíamos visto hasta entonces. El lugar no estaba mal pero estaba aún más lejos de todo que Gahi. Optamos por continuar donde estábamos y no probar ese fondeo que desconocíamos.
Las casas que se veían por Wallis eran bastante modernas, bien construidas y pintadas, con los típicos techos inclinados. Muy pocas vimos rudimentarias, de madera y techos de palmera. Se notaba que estábamos en Francia. Vimos a muchas personas circulando en viejas vespas, pero a muchos más haciéndolo en grandes y caros todoterrenos. Lo que casi no vimos fue a gente paseando por la calle. Vimos también plantaciones de taro pequeñas al lado de algunas casas, pero en general, todo se veía poco poblado y la vegetación tropical se veía por todas partes, aunque no era bosque primario del que al parecer quedaban muy pocas extensiones. Visitamos entonces la iglesia de Saint Joseph, la más antigua de Wallis. Tenía una fachada muy colorida y pudimos ver un poco su interior asomándonos por una puerta lateral que permanecía abierta aunque la iglesia estaba cerrada. Más tarde. en un colmado compramos pan normal y uno de coco. Al partir un trozo para probar este último, apareció un gusano totalmente tieso. La visión no nos abrió el apetito, pero al ver que no había más nos lo comimos. Más adelante vimos la Iglesia del Sagrado Corazón. Todas las iglesias aquí parecían ser católicas y no parecían haber tantas diferencias religiosas como por ejemplo habíamos visto en Samoa o en la propia Polinesia Francesa. Seguimos transitando observando el paisaje y bordeamos la costa norte. Había por allí algo que podía considerarse una playita y aguas claras. Hasta entonces, la costas era de escarpada roca coralina y aguas algo turbias. Desde allí, regresamos para subir al punto más alto de la isla, el Monte Lulu Fakahega, al que se podía subir en el propio coche y el cual tenía la “impresionante” altura de 145 metros. Aún así, desde allí había bonitas vistas de la isla. No nos quedaba tiempo para mucho más aunque, afortunadamente, tampoco había mucho más que ver en la isla. Quizá sí podríamos haber visto los pequeños yacimientos arqueológicos que habían, pero sin indicaciones en las carreteras, dar con ellas nos hubiera llevado todo el tiempo del que disponíamos. Así pues, devolvimos el coche y tras esperar que pasara un chubasco, regresamos al barco con el auxiliar.
El 14 de junio, domingo, nos levantamos temprano con la intención de ir a misa. La verdad era que las misas eran una forma de participar en las actividades cotidianas de la población local, ya que en su mayoría, eran personas profundamente religiosas y muy practicantes. Bien arreglados, a las siete de la mañana, estábamos en la Catedral de Nuestra Señora de la Esperanza. La gente local iba vestida con trajes muy coloridos; los hombres y niños con camisa y lava-lava (las faldas típicas de la zona) y las mujeres y niñas con vestidos largos que les cubrían hombros y rodillas. La mayoría de hombres y mujeres llevaban collares hechos de flores frescas y las mujeres, además, llevaban un tocado hecho también de flores o sombreros. Unos señores con un palo largo de madera muy bien tallado, que vestían con camisa blanca y faldas de pajas, se situaron en el pasillo central durante toda la misa. En algunos puntos de la liturgia, daban golpes con los palos en el suelo. Lo mejor sin duda fue la música que acompañó a la misa muy frecuentemente, que era interpretada en vivo por una coral y unos músicos que se situaban en los propios bancos. La música era totalmente polinesia y era muy agradable. Te hacía darte cuenta del lugar en el que estábamos, un lugar realmente exótico y alejado.
Esa tarde, ya en el barco, planificamos que hacer. Wallis ya la considerábamos vista por lo que podíamos partir cuando quisiéramos para nuestro siguiente destino, Fiji. Sin embargo, la meteorología para los siguientes días no parecía ideal para hacer la travesía. Aún quedaban un par de días sin mucho viento, pero luego, se pronosticaba un fortísimo viento de sur que nos vendría casi totalmente de cara. Ese viento poco a poco se convertiría en los típicos vientos alisios de sudeste pero bastante fortalecidos, de más de veinticinco nudos. Con esos vientos, la travesía se presuponía bastante desagradable porque la dirección del mismo vendría de unos 60 grados como máximo y el tamaño de la ola sería correspondiente a esa intensidad de viento. Nuestra única baza para esperar una travesía placentera aparecía el último día del parte que teníamos. Ese día, parecía que el viento comenzaba a aflojar. Así pues, decidimos tomarnos las cosas con calma, irnos a un fondeo más tranquilo (Gahi) y allí, esperar unos días a ver si la cosa efectivamente se relajaba. No obstante, para ello y como mínimo, habría que esperar una semana.
Al día siguiente pues, navegamos hasta Gahi de nuevo. Al llegar, como dándonos la bienvenida, salió el sol. ¡Por fin!. La verdad era que, últimamente, quizá desde la Polinesia, no lo estábamos viendo tanto como quisiéramos. Esa misma tarde, aparecieron dos catamaranes. Los dos, uno inglés y otro norteamericano, venían de las Islas Marshall por lo que no los conocíamos. Días más tarde, apareció otro pequeño velero australiano también proveniente de las Marshall y otro velero, el Ulani, suizo, al que sí conocíamos porque habíamos coincidido tanto en Samoa como en el atolón de Suwarrow, en las Islas Cook.
Los días esperando un parte bueno para hacer la travesía a Fiji transcurrieron apaciblemente en Gahi. O nos quedábamos en el barco, o bajábamos a pasear un rato y a comprar pan en una tiendita que había relativamente próxima, en la carretera principal, o nos íbamos a la Mata’Utu en autoestop. Era increíblemente fácil subirse a un coche por la extrema amabilidad de los walliseños. Si no paraba el primer coche era porque iba a parar cerca y no valía la pena subirnos como así te lo indicaba por gestos el conductor. Si no paraba el primer coche, el segundo seguro que sí lo hacía. Pero es que para colmo de amabilidad, el conductor se desviaba de su camino para llevarte al que era tu destino. Insistíamos en que no hicieran eso y que nos dejaran donde les viniera bien pero ellos a su vez, insistían por su parte en llevarnos donde quisiésemos. La población local era muy tranquila. La mayoría vivía de la agricultura de subsistencia y de las subvenciones de Francia, y el turismo en la isla no existía en absoluto como algo organizado o cuanto menos, visible. No vimos hoteles, ni mucho menos resorts de ningún tipo. Ante la falta de oportunidades de vida, un gran porcentaje de la población había emigrado a Nueva Caledonia, donde eran mayores y las remesas de dinero que enviaban, eran también una fuente de ingresos para el resto de población que se quedaba en Wallis.
En el fondeo notamos los fuertes vientos que se pronosticaban de sur y, aunque estábamos bastante refugiados, venían de vez en cuando fuertes rachas. Casi cada día descargábamos vía teléfono satélite un grib meteorológico y observábamos como el pronóstico no cambiaba ni mejoraba. El bajón de viento que habíamos observado hacía días efectivamente se produjo, pero le siguió el mismo patrón de la primera vez, es decir, tras el parón de viento de un día y medio que no nos servía para casi nada, inmediatamente después, se ponía de nuevo un fuerte viento de sur que poco a poco se convertía en unos alisios de sudeste de fuerte intensidad. Pensamos entonces en ir a Futuna durante el parón de viento de día y medio, pero el fondeo allí era muy malo y no nos protegería del fuerte viento de sur que viniera después, por lo que decidimos que habría que hacer la travesía a Fiji con las condiciones que habían, aunque fuesen algo incómodas. Los alisios parecían que se habían establecido ya y no parecía que la cosa fuese a cambiar. Teníamos que partir si no queríamos quedarnos allí definitivamente. Ya llevábamos 12 días esperando un parte y nunca habíamos esperado tanto. Así pues, dejamos pasar la segunda tanda de viento de sur y en cuanto se establecieron los alisios de sureste, aunque se pronosticaban bastante fuertes, de unos 25 nudos, partimos hacia Fiji.
El día elegido era gris, nuboso, el viento soplaba fuerte y más allá de la laguna se veían muchos borreguitos en la cresta de las olas. No era el día ideal y sabíamos que íbamos a tener una travesía bastante incómoda, pero levantamos el ancla y nos encaminamos a la salida de Wallis esperando que las olas en el exterior del arrecife, no fuesen demasiado grandes e incómodas.
En la siguiente entrada os contaremos como fue la travesía a Fiji, así como la estancia en este enorme archipiélago.
¡Hasta pronto!
Ignacio Bravo dice:
Hola chicos, me alegro de veros tan bien. Se os ve disfrutando de la experiencia, me alegro mucho. Un abrazo fuerte!!