SAMOA (Islas de Upolu y Savaii). Del 23 de mayo al 6 de junio de 2015.
El 24 de mayo, domingo, nunca existió para nosotros. Partimos un sábado 23 de mayo por la mañana de la Samoa Americana y, tras unas 24 horas de travesía, llegamos a Samoa un lunes 25 de mayo por la mañana. La franja de cambio de fecha pasaba en la actualidad por el medio de las dos Samoas. En teoría, era en el meridiano 180 donde debería producirse pero ciertos países -Tonga o Samoa por ejemplo-, preferían adelantarse por motivos comerciales y vivir así en el mismo día que Nueva Zelanda, el principal país de la zona.
Salimos de la Samoa Americana en un descanso de la lluvia. La larga bahía encauzaba las largas y altas olas y se hizo algo incómodo el salir a mar abierto. Una vez allí, el cielo que parecía que se estaba aclarando hasta entonces, se volvió a cerrar y cayó un diluvio como nunca habíamos visto en el barco. Si nos quejábamos de la lluvia que tuvimos llegando a esta isla, la despedida de la Samoa Americana iba a ser mucho peor. Llovió y llovió con tal fuerza, que apenas había visibilidad. A ciegas, bordeamos a cierta distancia la costa Samoana-americana y sólo se apaciguó la cosa cuando estuvimos en el extremo occidental de la isla. A partir de allí, aunque el cielo permaneció encapotado, ya no llovió más. Tampoco hizo aparición el viento, lo que nos obligó a hacer la totalidad de la travesía a motor, que no nos gustaba nada.
Nos sorprendió con cierta alegría ver que, pese a la cantidad enorme de atuneros que había en la Samoa Americana, y pese a haber visto a dos navegando solamente en la corta travesía realizada a Samoa, las aguas aún parecían que conservaban cierta riqueza porque vimos grandes bancos de atunes saltando. No sabíamos, eso sí, si aquello duraría demasiado al ritmo de explotación que intuíamos con tanto barco.
Con las primeras luces del día llegamos frente a Apia, la capital de la Samoa independiente, situada en la Isla de Upolu. Pedimos por radio autorización al capitán del puerto para entrar, pero ante nuestra insistencia y su silencio, decidimos entrar por nuestra cuenta sin ninguna consecuencia posterior (tampoco estábamos seguros si era preceptiva la llamada). La bahía parecía confortable para fondear pero decidimos meternos en la marina porque, por lo que teníamos entendido, era necesario llegar allí en un primer momento para hacer los papeleos de entrada. La marina tampoco contestó en el canal 16 de VHF, así que nos amarramos al primer sitio que encontramos. La marina era pequeña, con pocos sitios de amarre en pantalán y al poco de llegar, un vigilante nos informó que en breve llegarían las autoridades para completar las formalidades de entrada. Cuatro eran los funcionarios que tuvieron que pasar por el barco, cosa que nos llevó toda la mañana porque fueron llegando muy espaciadamente. Primero llegaron los de sanidad, luego los de cuarentena, luego los de inmigración y finalmente los de aduanas. Todos fueron amables y poco a poco fuimos rellenando los mismos formularios una y otra vez. Ninguno hizo mención al correo electrónico que habíamos enviado días antes desde la Samoa Americana comunicando nuestra llegada. En teoría era obligatorio, pero en su día nadie nos confirmó la recepción y por lo que parecía tampoco le daban mucha importancia.
Durante esa mañana, ya fuimos conociendo al resto de navegantes que habían en Apia: un catamarán israelí, un velero suizo y un velero sueco que estaba fondeado. El capitán del velero suizo, el Ulani, fue especialmente simpático y no dio mucha información de todo tipo.
Por la tarde, muy cansados por la noche anterior, pasada casi en vela haciendo guardias, nos quedamos en la marina descansando ya con el barco conectado a la electricidad y al agua, lo que no dejaba de ser un pequeño lujo muy apreciado después de tanto tiempo. También probamos los servicios y las duchas de la marina, pero nos sorprendimos de lo precarias que eran. En toda la marina sólo había un sitio donde había un pequeño wáter algo sucio y una pequeña ducha donde sólo salía un hilo de agua. Aún así, decidimos quedarnos en la marina durante nuestra estancia en Samoa y no ir a fondear a la bahía. El día costaba 32 talas, unos 11 euros, pero lo que nos convenció para quedarnos fue que si fondeabas tenías que pagar igualmente 100 dólares a la autoridad del puerto, independientemente del tiempo que te quedaras. Así pues, como preveíamos quedarnos sólo una semana –luego se alargaría-, nos salía a cuenta quedarnos en la marina. De todas formas, esta tasa de 100 dólares había que pagarla en la capitanía del puerto y como rara vez iban los del puerto a los veleros a cobrar, la mayoría de los veleros que fondeaban se iban sin pagarla. La marina finalmente nos salió algo más barata porque si te quedabas una semana te hacían un 10% de descuento, y en nuestro caso además, el nuevo gestor de la marina, que se había privatizado apenas hacía un mes, nos perdonó los últimos cuatro días, por lo que la estancia nos salió a unos 7 euros al día.
Al día siguiente nos levantamos bien pronto con ganas de conocer la ciudad. La primera toma de contacto con los locales fue con los taxistas, que si bien resultaron simpáticos al principio, después vimos que era su modus operandi con las nuevas caras que veían. Más tarde, cuando ya detectaban que, o nos solías usar taxi o ya habías visto los lugares a los que te querían llevar, ya ni siquiera saludaban. La “mejor” actitud fue la de un taxista que nos empezó diciendo que Samoa era una maravilla, que era muy segura y que podías irte a cualquier lado sin peligro, para finalmente comentarnos, cuando le dijimos que preferíamos ir con un coche de alquiler, que hacíamos muy mal porque habían muchos ladrones que rompían los cristales de los coches para robar, cosa totalmente falsa. Los taxistas eran tan pesados y tan poco claras sus tarifas –cada uno te decía una cosa y además, tenían tarifas diferentes para los extranjeros- que preferimos siempre dar largos paseos a la ciudad antes que subirnos a un taxi aunque fuesen baratos.
Nuestra primera parada ese día fue en la oficina de turismo. Samoa tenía algo de turismo neozelandés y australiano, y en consecuencia, tenía algo de infraestructura turística. En la oficina nos atendieron muy amablemente y nos recomendaron acudir a la Samoa Cultural Village, un lugar en el que gratuitamente te mostraban parte de su cultura y tradiciones, de lo que los samoanos estaban muy orgullosos. Precisamente, en una hora se iba a hacer uno de los espectáculos, y el rato hasta entonces lo aprovechamos para cambiar dinero en un cercano Western Unión, porque hacían mejor cambio que los bancos (1 tala=0,3712727 €), y fuimos a alquilar un coche para el día siguiente. Los coches costaban 120 talas, pero tenían uno con una puerta mal y nos lo dejaron por 100 talas (unos 37 euros) un día.
Llegamos a la Samoa Cultural Village, que estaba al lado de la Oficina de Turismo. Eran unos amplios jardines con varias fales, casas tradicionales samoanas de planta ovalada con columnas y sin paredes. Allí, un guía y varios chicos y chicas, vestido todos tradicionalmente, nos fueron explicando varias aspectos de la cultura. Empezaron a enseñarnos a hacer coronas y platos de hojas de palmera. Nosotros lo hacíamos fatal y ellos en cambio a toda velocidad y perfectos. Luego, se pusieron a cocinar platos tradicionales y los dejaron cociéndose en un horno de piedras. Estos hornos eran agujeros en el suelo que se llenaban de piedras muy calientes que previamente se habían calentado al fuego. Allí se depositaban los alimentos que se deseaban cocinar envueltos en hojas, y todo se tapaba con grandes hojas de plataneras para que no se escapara el calor. Después, en un escenario, hicieron una larga exhibición de bailes con música en directo. Los bailarines, muy sonrientes, lo hacían con muchas granas. Nos encantó. Más tarde, hicieron un simulacro de ceremonia del Kava. Esa bebida extraída de la un tipo de planta de la pimienta, se servía para los rituales de bienvenida o celebraciones varias. No ofrecieron a todos, pero Dani que sí lo probó, le supo como a regaliz y tierra y no le gustó demasiado. En algunos países se prohibió por sus efectos narcotizantes, pero Dani no notó nada de eso con el pequeño sorbo que tomó. Después, nos fueron llevando por distintas fales. En la primera unas mujeres artesanas nos enseñaron el proceso entero de hacer una tapa, esas artesanías tan típicas de todo el Pacífico consistentes en dibujos hechos sobre una especie de papeles extraídos de la propia corteza de un árbol. En la siguiente fale nos enseñaron cómo se hacía el tradicional tatau. Como se sabe, el tatuaje es algo tradicional del Pacífico, pero aquí no se hacía con maquinas sino con objetos punzantes que se iban golpeando suavemente sobre la piel. El proceso de tatuaje era tan lento que podía durar días e incluso semanas. Además, los tatuajes no eran pequeños. El tatuaje más típicamente samoano eran uno que abarcaba desde las rodillas hasta un poco más de la cintura, de tal forma que parecía que se llevaran unos pantalones. Al ser algo muy ritual, y al haber allí una persona tatuándose realmente, durante la demostración querían que fueses muy respetuoso y que cumplieses ciertas costumbres locales: descalzarse al entrar en la fale, no permanecer de pie, no mantener las piernas estiradas sino cruzarlas para no ofrecer la planta del pie a los demás, y vestir un lava-lava, aunque esto parecieron obviarlo ya que de todos los turistas que estábamos allí nadie lo llevaba. Más tarde fuimos a la fale del artesano de madera que hacía todo su trabajo sin herramientas modernas y, finalmente, regresamos al horno de piedra donde nos comimos, con los dedos en unos platos de palmera, lo que se había dejado cocinado previamente. Comimos atún, raíz de taro cocida y, lo que más nos gustó, el famoso palusami, que eran hojas de taro cocidas en leche de cocos. Estas hojas tenían muy buen sabor y nos recordaron vagamente al sabor de los grelos gallegos.
El guía mientras tanto nos iba explicando las costumbres locales y nos habló de algo muy típico de la sociedad samoana que era la tradición de los chiefs (los jefes). Cada familia tenía su jefe que era hereditario. Estos se reunían a nivel municipal y tenían entre ellos un jefe de nivel superior. Así hasta tres niveles. Al final, el territorio tenía miles de jefes en una estructura piramidal. Cada familia tenía una fale donde la gente se reunía, charlaba y donde los miembros de las familias o los jefes se encontraban, dialogaban o discutían. Por todo el territorio se veían muchísimas de estas fales; aproximadamente cada tres casas había una fale. Paralelamente, había un poder civil democrático parecido al de otros estados, y que al parecer tenía muy en cuenta las decisiones de estos jefes, ya que en ellos estaba presente la voluntad popular. Nuestro guía defendió vehementemente la costumbre ante los ataques algo velados que hizo un turista con sus preguntas. Decía que los jefes no eran dictadores despóticos sino que se reunían con sus familias, todos los miembros hablaban y opinaban, y el jefe tenía muy en cuenta la opinión de todos.
Finalizada la interesante y larga visita, nos dirigimos a la ciudad a ver el Fugalei Market, el enorme mercado local de verduras, que estaba abierto las 24 horas. Allí se vendían todas las verduras y frutas locales: coles, berenjenas, pimientos, taros, calabazas, piñas, plátanos, naranjas, limas, etc. Y algo de comida preparada como pescado en coco, palusami, árbol del pan, bananas cocidas, bolsas de chips caseras de plátano o taro, etc. Nosotros compramos para cenar pescado en coco servido en media cáscara de coco (5 talas), palusami (4 talas), medio fruto del árbol del pan y una bolsa de chips de taro que estaban muy buenas. El mercado era muy colorido y la gente que estaba allí muy simpática. Luego paseamos frente a la Torre del reloj, un reloj en una rotonda, y el Flea Market, otro mercado, este totalmente cerrado, lleno de paraditas en caminos muy estrechos entre ellas y lleno de artesanías y vestidos. Tenía una parte más amplia de comidas donde todo era muy barato. Eso sí, no había que hacerle ascos a la comida frita en aceite usado y requeteusado. Lo que más éxito tenía eran las chicken balls (1,5 tala), que especialmente tenían aceptación en los niños y adolescentes que lo tomaban de merienda cuando salían del cole. Eran una especie de buñuelos grandes, rellenos de pollo y las vendían casi en la totalidad de los puestitos. A las horas de salida de los colegios o del instituto el lugar estaba abarrotadísimo. Un día que estuvimos por allí algo más tarde, Dani preguntó por curiosidad cuantas bolas llevaban vendidas y le dijeron que unas dos mil. No estaba mal si veías que había como unos diez puestos que vendían exclusivamente bolas de esas. ¡Se vendían unas 20.000 bolas al día!
La ciudad, no tenía ninguna cosa especial. Era la típica capital de un estado pequeño, con sus bancos, edificios administrativos, comercios, mucho coche, etc. Estaba bien cuidada y relativamente limpia pero poco tenía de especial excepto los propios samoanos. Se veían muchos hombres que, al ser oficinistas, vestían con los típicos lava-lava, unas faldas largas, que también eran vestidos por la policía. También observamos que se veían bastantes travestis tan habituales en la cultura polinesia, pero aquí se conocían con el nombre de Fa’afafine.
Al día siguiente íbamos a dar una vuelta por la isla con el coche de alquiler. Antes tuvimos que pasar por la oficina de correos para conseguir una licencia de conducción local. Era fácil de conseguir, mostrabas tu carnet de conducir, pagabas y te lo daban. Sin embargo, no les quedaban licencias para darnos y nos remitieron a una oficina que estaba en otro pueblo. Como no íbamos a ir hasta allí, fuimos a la oficina de alquiler de coches y nos dejaron el coche sin necesidad de la licencia local. Lo agradecimos, y así además nos ahorramos las 24 talas que costaba.
Tras acostumbrase a las marchas automáticas y conducir por la izquierda –Samoa fue en su día colonia de Nueva Zelanda que a su vez lo fue anteriormente de Gran Bretaña-, comenzamos nuestro recorrido. El día era soleado, aunque durante nuestra estancia en Samoa el sol siempre se iría alternando con las nubes y las lluvias de corta duración, aunque relativamente frecuentes. Al principio, bordeamos la costa norte de la isla hacia el este, por una costa salvaje casi sin playas y con un mar batiendo contra las rocas. Pasamos pueblos sencillos pero arregladísimos, floridos y limpios, llenos de casitas y fales. También aquí enterraban a los muertos delante de las casas. Nos encantó especialmente la parte de la carretera que atravesaba la isla y nos llevaba a la Playa de Lalomanu; era como si retrocedieses en el tiempo. Las fales eran de madera y palmera, y veías a la gente cultivando taro (de lo que habían muchas plantaciones), arreglando sus jardines, cogiendo diminutas malas hierbas con los dedos y metiéndolas en sus cestos de hojas de palmera entrelazadas, o caminando bajo un paraguas protegiéndose de un sol abrasador. Se veían muchos niños en los jardines rastrillando o por la carretera trasportando fruta y madera. Habíamos leído sobre ellos que al parecer suelen sufrir bastante malos tratos y que la costumbre local apreciaba más que se dedicaran a hacer tareas domesticas que el asistir al colegio. Efectivamente, sí que observamos muchos niños haciendo pequeñas tareas cuando deberían estar en el colegio pero también vimos muchísimos que sí que iban al colegio y que vestían sus tradicionales uniformes con los lava-lava. También había muchos animales domésticos sueltos, algún caballo, muchísimas gallinas con sus pollitos, pero sobretodo vimos muchísimo cerdos. Éstos estaban por todos lados y lo que nos parecía más increíble era que no se escaparan, porque estaban totalmente sueltos. También vimos un animal salvaje muy peculiar, como una especie de codorniz que no le gustaba volar y que siempre prefería huir corriendo alargando la cabeza para adelante. La basura de las casas no se dejaba en cubos sino en estructuras elevadas que, aunque la protegía de los animales, la hacía demasiado visible. Toda la gente nos saludaba con la sonrisa en la cara aunque pasáramos con el coche sin pararnos. Vivían con muy poco pero parecían felices y tranquilos.
A partir de entonces fuimos visitando distintos lugares de la isla:
– Piula Cave: Entramos por 5 talas cada uno, aunque al poco encontramos en el suelo un billete de 10 talas por lo que la visita nos salió gratis. El sitio no estaba mal, con un par de cuevas al lado del mar –sin conectarse con él- que estaban rellenas de agua dulce. En teoría ambas se comunicaban entre sí buceando, pero por la falta de luz al final de las cuevas no pudimos ver por donde se pasaba.
-Falefa Falls: Una cascada que se veía desde la carretera, así que sólo le hicimos una foto desde allí. El dueño del lugar, un poco molesto por ello, nos vino a reclamar dinero porque, según él, también cobraba por el parking. Era algo sobre lo que habíamos leído. Los samoanos te cobraban por todo lo que se les ocurriese. Allí no había letrero de nada y el presunto parking era la propia cuneta de la carretera pero estábamos de buen humor y decidimos no discutir, darle las 5 talas que costó la foto y largarnos de allí.
-Le Mafa Pass: Un valle enorme lleno de palmeras que podía verse desde la carretera.
-Lalomanu Beach: Cobraban la estancia de un día (unos 10 euros) aunque sólo parases un momento para echar un vistazo. Así pues, con mucho cuidado de no poner un pie a tierra, excepto para preguntar si aquello era cierto, lo observamos y proseguimos. La playa era bonita, se decía que era una de las 10 más bonitas del mundo y sin duda era la más bonita de Samoa, pero para nosotros, que ya habíamos visto bastantes playas bonitas, esa en concreto no nos impresionó demasiado.
-To Sua Giant Swimming Hole: La entrada era cara (20 talas por persona) pero era una de las imágenes de la isla y luego nos pareció un lugar espectacular. Era una grandísima finca con unos enormes y profundísimos agujeros en el suelo de origen volcánico y con agua marina en el fondo. En las fotos de los prospectos el agua era turquesa aunque ese día la vimos turbia. Una empinada escalera bajaba hasta abajo donde podías bañarte. Algunos turistas no usaban la escalera y se tiraban desde arriba, pero Dani, que iba a tirarse, se lo pensó cuando oyó a uno decir que se tocaba el suelo y que había que tirarse en un sitio concreto dándose un buen impulso. Se le fueron las ganas de hacer tonterías. En otro lugar de esa misma finca estaban los blowholes y las piscinas marinas de la costa. Todo era antigua lava volcánica erosionada que formaba pequeños agujeros para bañarse si el mar estaba en calma -ese día no lo estaba-. También había agujeros más pequeños (blowholes) por donde el agua salía despedida en chorros de agua hasta varias decenas de metros cuando las olas chocaban por debajo. Nos impresionó especialmente un lugar que parecía cerrado e ideal para bañarse, con aguas cristalinas, pero que cuando se retiraba la resaca de la ola creaba una corriente impresionante hacia un agujero que se metía en la roca y llevaba, mucho más allá, al mar abierto. Si te caías ahí o te metías a bañar confiado cuando no estaba la resaca visible, poco podías hacer. Por último, el lugar tenía una playita muy estrecha rodeada de acantilados que se parecía remotamente a Sa Calobra, en Mallorca, pero en diminuto y rodeado de vegetación tropical.
-O le Pupa National Park/ Togitogiga Falls: Un paseo hasta unas cascadas aptas para el baño. No eran muy grandes pero no estaban mal y eran bonitas. Allí nos bañamos, totalmente solos, y nos dejamos arrastrar por la corriente. El lugar era público y no se cobraba por la entrada.
-Papapapaitai Falls (cuatro veces “pa”, sí): Una cascada altísima que se veía desde la carretera y no se podía llegar hasta ella. La caída de agua era de 100 metros de altura. La imagen era impresionante pero no duró mucho nuestra contemplación porque el sol se estaba poniendo ya y los mosquitos, muy feroces a esa hora, literalmente nos echaron del lugar.
-Bahaii Temple: Un templo de reciente construcción con grandes jardines. Era de una religión que pretende aunar a las otras en una sola. Parece ser que en sus ritos se leen los libros sagrados de todas las religiones. El edificio era de planta circular con el techo muy alto, como simulando una flor de lis. Sólo había siete templos más de esa religión en el mundo y estuvimos viendo donde estaban los otros. Dani ya había estado en el de Nueva Delhi, pero el de Ciudad de Panamá nos lo perdimos; y los otros estaban en Israel, EEUU, Alemania y Uganda.
De allí ya regresamos cansados a la marina mientras se ponía el sol. Sólo nos había dado tiempo a visitar media isla, pero al menos, vimos la parte más característica turísticamente hablando.
Al día siguiente devolvimos el coche, aunque previamente, como teníamos que pasar por una gasolinera, lo usamos para rellenar un par de bidones de gasoil para el barco. Por cierto, que el combustible era relativamente barato aunque en la Samoa Americana aún lo estaba más.
De allí fuimos a ver el desfile de la Banda Musical de la Policía. El desfile lo hacían cada día de entre semana que no lloviera a las ocho de la mañana y era algo muy típico de ver. Iba desde la estación de policía hasta el edificio gubernamental y una vez allí, la banda tocaba también el himno nacional mientras se izaba la bandera samoana. El desfile era muy curioso porque, tanto el destacamento de policías que iba delante como la banda que iba detrás, vestían los típicos lava-lava, sandalias y unos sombreros blancos muy coloniales. Ese día, además, desfilaban detrás los distintos equipos adolescentes que iban a participar en un torneo de rugby a siete. El rugby era el deporte nacional y a la gente local le apasionaba. Normalmente, en casi todos los países que estábamos, siempre que decíamos que éramos de España nos respondían: Real Madrid, Barcelona, Messi, Ronaldo, etc, pero aquí, no sólo nunca nos lo dijeron sino que además, si se nos ocurría decirlo a nosotros por hablar de algo, nos ponían cara rara, de no tener ninguna idea. Los niños por la calle no jugaban a fútbol sino a rugby o a cricket.
Por la tarde, nos fuimos con el resto de navegantes a comer unas pizzas a un restaurante. Los suecos, que eran bastante mayores, habían llegado hasta allí cruzando el paso del noroeste, por el norte de Canadá, Alaska y el Estrecho de Bering. Miles de millas con las noches eternas y rodeados de hielos. Nos contaban cómo por la noche iban con un foco vigilando no toparse con un iceberg. La señora nos comentó que para ella fue una experiencia pero que no lo volvería a repetir. Para aquel período del viaje llevaban a más tripulantes en el barco, ya que según nos contaron era imposible hacerlo sólo dos personas. Una gran aventura sin duda. Al parecer, según nos contó el israelí, los suecos eran unos navegantes muy conocidos en su país porque habían escrito un libro de su anterior vuelta al mundo, aunque esa vez la hicieron por los trópicos y acompañados por sus hijos.
El día 29 decidimos ir al hospital. Sandra tenía unos desajustillos y aunque no era nada grave y no estaba relacionado directamente con su anterior enfermedad, nos preocupaba y decidimos consultarlo. De esta forma además, nos decíamos en broma, nos volvíamos un poco más expertos en los funcionamientos de los sistemas sanitarios de cada país. Poca gente debía haber visitado tantos hospitales en diferentes países en tan poco tiempo; Panamá, España, Galápagos, Marquesas, Tahití y ahora Samoa. El hospital, de reciente construcción, estaba limpio y aparentemente bien organizado. Había unas tarifas para los locales que pagaban poco -pero pagaban- y otras para extranjeros que pagaban bastante más. Nos sorprendió mucho que en la espera, un par de personas eructasen muy fuerte y la reacción del resto fuera de absoluta normalidad. Debía de ser normal. La espera no fue muy larga y finalmente nos atendió un médico muy amable que era de nacionalidad india. Nos programó unos análisis y unas pruebas, y a los tres días regresamos al hospital para hacerlas y para hablar con él de nuevo sobre los resultados. Descubrimos entonces en Sandra alguna sorpresita desagradable pero nada grave.
Al día siguiente, nos fuimos de visita un par de días a la isla de Savaii, la otra gran isla de Samoa. Nos levantamos a las 4:30, fuimos caminando de noche hasta la parada de autobús y allí, a las 6:00, cogimos un autobús (4 talas por persona, 1 euro y poco) hasta el puerto que estaba en la otra punta de la isla. De esta forma, además, veíamos un poco más la isla de Upolu. La verdad es que a la ida no vimos nada porque durante bastante tiempo del viaje aún fue de noche, pero aún así, sí que pudimos ver que, pese a la nocturnidad, las iglesias estaban abiertas, que la gente iba a misa antes de ir a trabajar y que no eran pocos los que allí habían. En el puerto compramos los billetes del barco (12 talas persona, unos 4 euros) y partimos hacia Savaii a las 8:00 horas, montados en un ferry algo antiguo de grandes dimensiones lleno de gente local. Llegamos a Savaii a las 9:15 horas y en el puerto cogimos un taxi por 5 talas que nos llevó a Salafai Rental Car en donde habíamos reservado telefónicamente un coche de alquiler el día anterior (120 talas 24 horas y 10 talas más por cada hora que nos alargáramos al día siguiente). Condujimos entonces por la carretera este en dirección al norte. Los pueblos eran muy parecidos a los vistos en la parte central de Upolu, muy rústicos y tradicionales. En la punta noroeste de la isla había una extensión enorme de la antigua lengua de lava provocada por la erupción del Monte Matavanu entre 1905 y 1911 y allí vimos el lugar más pintoresco de la isla, los Lavafields (5 talas persona). El lugar tenía varias cosas que observar. La más conocida era una pequeña iglesia inundada de lava hasta la mitad. En ella, había también sepultado hasta la mitad un gran árbol que, aunque tenía la corteza quemada y negra, aún sobrevivía. En ese lugar también había una cueva formada por un hundimiento de un túnel de lava y una gran extensión plana formada por la antigua lava que, ya solidificada, tenía extrañas formas.
Yendo hacia Asau, vimos desde la carretera una antigua lengua de lava de una extensión amplísima, aunque aquí, después de más de un siglo, algunos arbustos ya habían podido nacer a duras penas entre las rocas. Llegamos a Asau y el lugar no tenía interés excepto porque allí estaba el mejor fondeo que había en la isla si hubiésemos ido en nuestro barco. Nos hacía ilusión verlo pero el lugar no nos convenció. Era resguardado pero estaba en medio de la nada y no parecía que hubiese lugares cómodos para desembarcar con el auxiliar. Así pues, nos alegramos de haber visitado la isla en ferry. De allí nos fuimos al “Falealupo Rainforest Preserve”. Este era un lugar que en los prospectos turísticos parecía relativamente interesante y luego fue bastante decepcionante. La entrada costaba 20 talas por persona y con ella, además de dejarte entrar allí, podías entrar en otros dos sitios que estaban más allá en la carretera y que eran a cada cual peor. El Falealupo Rainforest Preserve era una zona de vegetación local que tenía una alta pasarela que iba de un árbol a otro y desde el que se podía ver las partes altas del bosque local. La verdad fue que la pasarela no era muy larga y la observación, poco interesante. La foto de los prospectos turísticos la habían hecho con mucha perspectiva para que el lugar pareciese mejor de lo que era. De allí fuimos al “Moso’s Footprint”, al que sólo llegar la señora que nos revisó el ticket nos quiso cobrar por el parking. Nos negamos porque ya habíamos pagado 20 talas por persona. La señora, viendo que su intentona no prosperaba, ni siquiera insistió una segunda vez. Se notó bastante que su petición era una iniciativa individual para ver si colaba. Ese lugar, el Moso’s Footprint, aún fue peor que el primero. Era simplemente un ligero agujero en la lava que simulaba la huella de un gigante. Quizá tuviera su mitología pero no nos convenció. Estuvimos allí dos minutos, nos despedimos y seguimos. La última parada del espectáculo fue el House of Rock. Unos niños, los hijos del dueño, nos revisaron los tickets y nos llevaron muy alegres hasta allí. Eran simpáticos, hablamos de qué edades tenían, a qué jugaban, etc. El lugar era una cueva que se había formado al desprenderse el techo de un túnel de lava. Nada impresionante, la verdad. Al regresar al coche para irnos, los niños nos pidieron dinero por habernos hecho de guía. Les dijimos que no, que no nos habían dicho nada al principio y que si nos lo hubieran dicho, no lo hubiéramos aceptado porque no pagábamos a niños, ya que pensábamos que debían estar en el colegio o jugando pero no trabajando. Entonces -debían tener el espectáculo preparado- se hicieron los ofendidísimos y cambiaron radicalmente su actitud-. Nos sabía mal dejarlos así, por lo que les dimos como regalo y no como pago –así se lo dijimos aunque no había mucha diferencia práctica- un boli multicolores con luz incorporada y unas galletitas, y se quedaron entusiasmados. Les preguntamos si estaban contentos así y dijeron que sí. Nos dieron mucha pena y nos supo muy mal que tan pequeños ya los hubiesen educado para estar por ahí intentando sacarles algo a los turistas. Era la parte negativa de Samoa y de otros países pobres que se abren al turismo e intentan vivir de él.
De allí paseamos por algunas de las playas del Cabo Mulinu y recorrimos algunos bonitos pueblos ya atardeciendo. La gente estaba por las calles, reunidos en las fales, los niños jugando al cricket o al rugby en plena carretera y todos saludaban con cariño. La visión con esa luz del día era muy especial y parecía que estuviésemos en otra época, en otro siglo. Buscamos entonces un lugar para dormir. Por aquella zona de la isla no había mucha cosa pero en una guía que teníamos, bastante antigua, decía que había un lugar en el que se podía dormir en pequeñas fales. Preguntamos a varias personas que dudaron, pero al final nos dijeron que el lugar había sido arrasado por el último tsunami y no había sido reconstruido. Aún así, un señor se nos subió al coche y nos guió hasta el antiguo dueño de esas fales que se ofreció a que nos quedáramos en su casa y que le pagáramos lo que quisiéramos por ello. Era una familia muy humilde. En su casa, nos atendió su hija de 27 años que no paró de servirnos Koko Samoa, la bebida tradicional de Samoa echa de cacao. Era cacao puro disuelto en agua, algo azucarado. A Sandra le encantó pero a Dani no tanto porque le recordaba el sabor del café y en nada se parecía a un chocolate a la taza. Aún así, se bebió los vasos y vasos que la chica, sin preguntar, iba llenando una y otra vez en cuanto veía que se nos acababa el anterior. La cena no fue menos abundante y nos dieron pollo, taro cocido, arroz, salchichas, un par de platos con atún, etc, de lo que no nos pudimos comer ni la mitad. La chica cenó con nosotros y cuando le preguntamos si todo aquello era normal nos dijo que no, que normalmente ellos sólo cenaban koko Samoa y taro, pero nos dijo que, aunque lo comían casi cada noche, les gustaba mucho esa cena. Lo dijo con toda la normalidad del mundo pero a nosotros nos dio un poco de pena porque nos pareció muy poco. Hablando sobre diferentes cosas le preguntamos sobre el trabajo en Samoa, que al parecer era difícil de conseguir, y nos contó que una cajera de supermercado, trabajando 8 horas diarias, cobraba unas 150 talas a la semana, unos 220 euros al mes. Además nos confesó que cuando llovía tanto sólo se podía dormir y dormir, y que no le gustaban sus compatriotas porque sólo les gustaba cotillear y criticar. Le intentamos consolar en lo último y le dijimos que eso, lamentablemente, era algo universal. Nos sorprendió bastante que se sirviera un platito de sal para acompañar la cena después de ofrecernos a nosotros y que le echara tantísima cantidad a la comida. Intuíamos ya que el abuso de sal debía ser un problema local porque cuando comimos los chicken balls estaban saladísimos, y porque en el hospital, habían muchos carteles que advertían de los peligros de echarse mucha sal en la comida.
Después de cenar estuvimos charlando en la terraza con el padre, que era un hombre muy serio. Al parecer era jefe de su familia y del pueblo, pero agradecimos que no fuera nuestro jefe ya que estaba a favor de las agresiones físicas a los niños para educarlos y de las penas como las de Indonesia para los drogadictos y traficantes. Independientemente de eso, fue muy amable con nosotros, nos explicó muchas cosas y nos acogió muy bien. Nos impresionó su experiencia con el tsunami y nos contó que en la zona turística la ola mató a trescientas personas, casi todos extranjeros.
Al día siguiente, que era domingo, nos fuimos con ellos a misa para ver cómo era. Sandra, aconsejada por la familia, pudo vestirse adecuadamente con lo que llevaba -bien tapadita, sobretodo los hombros y las piernas- pero a Dani, le tuvieron que prestar algo de ropa y es que el atuendo no era fácil: había que llevar un lava-lava y una camisa de flores para ir bien elegante. La Iglesia, que era católica, nos sorprendió sólo verla ya que era una fale diminuta. De planta ovalada, techo de paja, columnas de madera, sin paredes y con sólo cinco hileras de bancos, no podíamos pasar por allí muy desapercibidos. El cura nos dio la bienvenida sólo vernos. Después, pese a que hacía la liturgia en samoano, hizo pequeños resúmenes en inglés dirigiéndose a nosotros para que la siguiéramos –en Samoa el inglés era lengua cooficial-. Lo malo fue que ese día precisamente explicaba el misterio de la Santísima Trinidad y entre el contenido complejo de lo que se explicaba y el idioma, pasamos un poco de apuro ya que el cura estaba muy pendiente de que le siguiéramos. De todas formas, nos encantó la experiencia y nos pareció que la liturgia era muy parecida a la de España. Las señoras vestían rigurosamente de blanco, aunque al parecer no era obligatorio.
A la salida de misa, y tras la despedida simpática de todos los asistentes de la misa, fuimos a desayunar de nuevo a la casa y después nos despedimos de la familia pagando al señor una cantidad que nos pareció adecuada. De allí, fuimos a los “Alofaaga Blowholes” que estaban muy cerca y costaban 5 talas por persona. El lugar era impresionante. Las olas del mar estallaban contra la costa de lava negra haciendo saltar el agua hasta unas alturas impresionantes. Los chorros que nosotros vimos debían llegar fácilmente a los 40 metros de altura, aunque por lo que habíamos leído podían llegar a los 60 metros.
Continuamos camino viendo a la gente de las diferentes religiones yendo a la iglesia. Cada uno iba con sus ropas, unas de blanco con pamelas enormes del mismo color, otros de camisa blanca y lava-lavas verde, otros de camisa blanca, corbata y pantalón de pinzas negro… Todos nos saludaban alegremente mientras pasábamos. Más allá vimos un río que desembocaba en el mar en una cascada, llamado “Mu Pagoa Falls” y luego fuimos a las “Afu Au Falls”, unas cascadas que eran la imagen turística de Savaii. La entrada costó 10 talas.
No daba tiempo para más. Sólo habíamos visto lo principal de la isla pero si queríamos coger el ferry habría que irse ya. Fuimos a poner gasolina al coche pero no pudimos hacerlo porque las tres gasolineras estaban cerradas por ser domingo. El día de descanso se lo tomaban muy en serio por aquí. Entonces fuimos a devolver el coche y descubrimos que también estaba cerrado. ¡No nos habían dicho nada! Un vecino nos hizo el favor de llamar al dueño que apareció al cabo de 20 minutos. Menos mal que íbamos con algo de tiempo de margen y llegamos bien para coger el barco. Con él, tras la travesía de un poco más de una hora, cogimos de nuevo el autobús y llegamos a Apia.
El 1 de junio se celebraba en el país el día de la independencia. Era el día con más celebraciones de todo el año y se celebraba desde 1962, cuando se obtuvo la independencia frente a Nueva Zelanda. Nos fuimos pronto para la ciudad a ver las celebraciones, pero allí vimos que era como un día normal excepto en que había banderitas por todas partes y que los policías iban todos de blanco. Después de preguntar, nos dijeron que todas las actividades se hacían en una plaza especial y hacia allí nos encaminamos. La plaza, cuadrada, de gran extensión y de césped, tenía carpas enormes en sus lados y debajo de ellas, muchas sillas donde la gente se iba sentando. Allí nos pasamos toda la mañana y parte de la tarde. Primero actuó una banda de música que apenas se oía de tan lejos que estaba. Luego, un circo hizo distintos espectáculos: gimnastas, equilibristas, humoristas, magos, un enano humorista y al final, el plato fuerte, la persona más pequeña del mundo. El pobre hombre, de unos setenta años y de nacionalidad india, apenas medía medio metro y casi no podía caminar por lo que le tenían que llevar en brazos. Lo que más nos sorprendió de todo el espectáculo de circo es que pese a que ciertas bromas que se hacían eran muy simples y a nosotros no nos hacían mucha gracia, toda la gente se reía con unas ganas sorprendentes. Al final, nos reímos un poco también simplemente por contagio. Después del circo, vinieron los grupos de baile y canto. Cada grupo era de un pueblo y contaban con bastante más de 100 personas, algunos eran incluso más grandes. Alguno de los grupos sólo cantó, pero la mayoría cantaban y bailaban. Los grupos, al ser tan numerosos, reunían a mucha gente tanto mayor como joven del pueblo, pero se veía que, en algunos municipios, reunir a los jóvenes había sido más difícil y en esos casos, los grupos estaban constituido exclusivamente por gente anciana, muy gorda y desacompasados por la falta de ensayo o de capacidades. A nosotros nos entretenía igualmente pero el resto de público, se reían un poco de ellos. Era también común que aparte de los grupos, que estaban ordenados y en líneas, hubiera una persona o dos que, vistiendo como el resto del grupo y formando parte de ellos, bailara por su cuenta por el exterior, haciendo un poco el tonto en broma. Había un viejo, por ejemplo, que no paraba de hacer volteretas y tirarse por el suelo. La gente se reía y reía, pero lógicamente, restaba atención al resto de componentes del conjunto que sí que lo hacían bien.
Después de los bailes hubo el ofrecimiento de distintos regalos a las autoridades que habían visitado la isla por aquella celebración. El regalo fueron unos cerdos gigantes todavía crudos, puestos sobre camillas, que debían llevarse entre cuatro personas de tan grandes que eran. Al parecer, después de cocinados, las autoridades se los tenían que llevar a su país. No nos lo podíamos imaginar.
El espectáculo finalizó con unos largos y densos discursos de no se sabe quiénes a los que nadie hizo caso y un espectáculo muy curioso de la banda y destacamento policial que ya habíamos visto unos días antes. Esta vez, sin embargo, el desfile de éstos fue mucho más trabajado y complicado, haciendo dibujos entre ellos, cambio de pasos e incluso equilibrios con las baquetas de las percusiones. También el destacamento militar disparó al aire en algún momento y consiguieron que todos los niños se pusieran a llorar del susto. Con eso, finalizó el espectáculo y las autoridades se retiraron. De uno en uno, se fueron subiendo, escoltados por motos de policía, a todoterrenos muy caros que en su mayoría, por lo que ponía en letras en su exterior, habían sido donados por programas de ayuda al exterior de diferentes países, como Japón, Nueva-Zelanda, Australia… El coche más hortera fue una larga limusina con muchas motos y coches de escolta que llevaba al presidente de Tokelau, un pequeño estado insular al norte de Samoa y que al parecer, según nos comentó un policía, era una persona muy respetada y querida en Samoa.
Finalizadas las celebraciones, regresamos al barco acompañados por toda la gente que también caminando o en autobuses, regresaron a sus casas. Nos habíamos entretenido mucho pero lamentamos que el espectáculo estuviera dirigido sólo –aparentemente- a la grada de autoridades. Todo el resto de gradas, ocupadas por la población local, sólo vieron las espaldas del espectáculo y apenas pudieron oír nada de nada porque la música de los altavoces -que eran muy escasos- sólo enfocaban para la grada comentada.
Al día siguiente, nos quedamos en el barco descansando, pero al otro, tras ir al hospital de nuevo como ya hemos comentado anteriormente, nos fuimos a ver el Robert Louis Stevenson’s Museum al que llegamos en autobús desde el hospital. El museo era la antigua mansión que el famoso escritor se construyó en la isla intentando curarse de su neumonía. La mansión, muy bonita y con buenas vistas, fue en su época la más grande de la isla y fue ocupada posteriormente por los distintos gobernadores de los distintos países que ocuparon la isla durante la época colonial. Samoa fue, antes de Nueza Zelanda, colonia de Alemania. La entrada valía 20 talas por persona y era el lugar más importante turísticamente hablando de la isla aunque, objetivamente, tampoco era tan interesante. Nos hizo gracia ver una enorme caja de caudales donde guardaba su dinero, pero aún así, tuvo que inventar una leyenda de espíritus para evitar los intentos de robo. Stevenson al final murió en la isla y se le enterró en un lugar muy alto de la colina con muy buenas vistas de la bahía tal y como él quería. Fue un personaje muy apreciado por los locales ya que luchó por la independencia del país. Para llegar a la tumba había un bonito paseo. Desde allí, se podía volver por el mismo sitio o haciendo un rodeo un poco más largo que fue lo que finalmente hicimos. Regresando a Apia, cogimos un autobús y vimos algo que nos llamó mucho la atención. Al principio, el autobús se llenó de niños, pero después, a medida que iban subiéndose adultos, los niños se levantaban y se iban sentando en el regazo de los adultos aunque nos los conocieran. Esa naturalidad nos pareció muy bonita y pensamos que en Europa algo así sería impensable a día de hoy, por los problemas que existen relacionados con la pederastia.
El día 4 de junio hicimos los papeleos de salida. La oficina de aduanas estaba cerca del puerto (costó 54 talas la salida, 20 euros) pero la inmigración estaba en plena ciudad y hasta allí tuvimos que ir. Allí nos enfadamos un poco porque pese a que llegamos a las 11:30 horas (no era hora de comer) y nos dijeron que esperáramos cinco minutos, después de más de una hora aún estábamos esperando. El resto de gente nos decía que era normal, que los funcionarios se iban a comer y aunque la oficina estaba oficialmente abierta hasta las 16 horas, nadie atendía a nadie. La gente local aguantaba o se iba, pero nosotros, que nos habían dicho que esperásemos cinco minutos, no estábamos de humor. Así pues, tras mucho insistir y ponernos algo pesados, finalmente nos pusieron el sello de salida. Eso sí, tuvimos que aguantar las malas caras de la funcionaria que estaba ultrajada a su vez por nuestra actitud.
El último día, charlamos mucho con una pareja de canadienses que acaba de llegar en su velero. Ella, también peruana, también tenía pasaporte español y había vivido recientemente 10 años en Barcelona. Charlamos de muchas cosas y entre ellas, del trato que había recibido en España. En general estaba contenta pero nos contó ciertas cosas que nos hizo caer la cara de vergüenza: el despotismo de los funcionarios a los inmigrantes, las largas colas bajo el sol, el desprecio de ciertas personas, etc. Nos sorprendió que un compañero de trabajo arquitecto –en teoría titulado superior y en consecuencia, supuestamente, algo de cultura- le preguntó una vez seriamente y sin ganas de ofender, si ella había llegado en patera. ¡A una peruana! El analfabetismo en España estaba llegando a niveles difíciles de tolerar. En fin…
Y así, finalizó nuestra estancia en Samoa. Una isla que no tiene grandes atractivos especiales excepto por su gente y cultura que nos encantaron. Nuestro siguiente destino sería Wallis, una pequeña posesión francesa un poco más al oeste de Samoa. En nuestra siguiente entrada os contaremos cómo nos fue por allí.
¡Hasta la próxima!
Alvaro dice:
os seguía antes de vuestra parada y he vuelto a ver vuestro blog y solo deciros queme alegra veros de nuevo navegar. me dais mucha envidia, …. sana. Un abrazo desde zaragoza
Alicia dice:
Como siempre impresionante todo, tanto lo escrito como las fotos que dan vida a lo leído, estáis muy bien y se os ve muy felices , seguir disfrutando de cada nuevo lugar y seguir explicándolo para que podamos vivirlo con vosotros, muchos besos a los dos.