TAHITÍ (IV). Excursiones. Del 7 de diciembre de 2014 al 31 de marzo de 2015.
En la anterior entrada ya avanzamos que contaríamos en esta nueva las excursiones que hicimos a pie por Tahití.
Al finalizar nuestra larga estancia en la isla, sólo habíamos hecho cuatro caminatas y es que sin coche particular y con un servicio público de transporte mediocre las posibilidades para hacer cosas no eran tantas. También dificultaba el senderismo en la isla varias circunstancias como que los senderos locales, si los había, estaban muy mal mantenidos y señalizados y que tampoco existían mapas topográficos precisos en las librerías –la máxima precisión que encontramos fue 1/100.000 que no servía para casi nada-. Tampoco ayudaba que la topografía de la isla fuese muy abrupta, la vegetación muy exuberante y de crecimiento rápido y que las lluvias fuertes destrozaran el terreno fangoso con facilidad. Así pues, pese a su potencial, Tahití no era en nuestra opinión, un buen lugar para el senderismo aunque valía mucho la pena lo poco que se pudiese hacer.
Las excursiones que hemos hecho han sido:
- Monte Marau.
- El Valle de Mateoro.
- Travesía de Tautira a Teahupoo por los acantilados de Te Pari.
- Los Lavatubes.
Ascensión al Monte Marau.
Monte Marau es una montaña de de 1493 metros que es visible desde el propio fondeo frente a Marina Taina donde nosotros estábamos. Desde este fondeo, si uno se fijaba bien, podía verse muy pequeñitas, arriba del todo de la montaña más alta, unas antenas de televisión y de radar para los aviones. Es allí, muy cerca, donde se encontraba la cima del Monte Marau.
Esas antenas no eran siempre visibles porque las montañas de Tahití solían estar tapadas por las nubes como es habitual en las islas altas. Durante nuestra estancia, no fueron muchos los días que vimos despejada las montañas de la isla pese a que por el resto de lados, el cielo era azul y el sol resplandecía.
El 6 de enero nos levantamos a las 5:30 horas para intentar ascender esta montaña. Pretendíamos hacer la excursión en bici mientras pudiésemos y a pie el resto. Así pues, en bici, llegamos al aeropuerto desde la propia marina. Enfrente del aeropuerto y perpendicular a la propia carretera principal, salía otra carretera que se dirigía directamente al interior. Esta carretera tenía una importante pendiente y al poco, la cuesta nos venció y comenzamos a caminar arrastrando las bicis. Pasamos por debajo del puente de la corta y única autovía de la isla e, inmediatamente, cogimos la desviación a la derecha. El día era bueno y el sol pegaba de lleno pese a que todavía era una hora muy temprana. Independientemente de la hora, las carreteras estaban ya atestadas de coches y es que lo tahitianos se levantaban prontísimo, como a las 4:00 horas de la mañana, y en consonancia también se acostaban muy temprano, como a las 21:00 horas de la noche. La abundancia de coches en una isla tan relativamente pequeña era una pena pero no había mucha alternativa porque en determinadas zonas el servicio de buses finalizaba a las 14:30 horas, por lo que con facilidad podías quedarte tirado en cualquier sitio.
Seguimos avanzando por esa carretera asfaltada que no paraba de subir y que no daba ni un respiro, bajo el sol y sin sombras por ninguna parte y al rato, comenzamos a bordear el vertedero municipal de Punaauia. Sin duda, la excursión estaba resultando conmovedora. Pero a partir de allí la cosa mejoró, la carretera se convirtió en una pista y siguiéndola fuimos ascendiendo sin parar por una fuerte pendiente. Al cabo de las horas, viendo la inutilidad de seguir arrastrando las bicis porque la carretera era muy empinada, las dejamos atadas a un árbol. Durante el ascenso, nos topamos con tres locales que iban con vehículos todo terreno y siempre nos desmoralizaban diciendo que la cima estaba lejos, muy lejos.
El pronóstico de tiempo decía que hacía buen tiempo pero estos pronósticos no servían para las alturas de la isla. Empezó a llover y poco descanso nos dio a partir de entonces. Afortunadamente, al principio, la lluvia fue suave. Por culpa de las nubes, las vistas eran inexistentes. Hubo sólo un momento en que se destapó a medias y vimos que cerca de la pista que seguíamos había un enorme precipicio, de varios centenares de metros, con unas vistas del Plateau de Tamanu muy espectaculares. Más allá, como casi puntitos, podían verse los veleros de Marina Taina.
Por fin, después de horas caminando, llegamos al radar de aviones y, medio kilómetro más tarde, llegamos a las antenas de televisión y al centro herziano. Habíamos ascendido verticalmente 1.441 metros lo que no estaba mal. Quedaban 52 metros hasta la cima pero ahí nos quedamos. Lamentablemente, no conseguimos dar con el sendero correcto justo donde debía empezar. Las nubes lo tapaban todo y no dejaban ver dónde estaba la parte más alta de la montaña y orientarnos. La reseña del libro que habíamos dejado en el barco para no cargar con él divagaba bastante y con nuestro mal francés, apuntamos unas notas que no eran las correctas. Encontramos un sendero que el libro citaba, lo seguimos, pero al final daba a una pista de despegues de parapente. Lo seguimos más allá pero al final el sendero desapareció del todo. Rodeamos también la antena de televisión y por allí sí topamos con lo que ahora creemos, era el sendero correcto y entonces no nos lo pareció. Tras bordear la antena enorme de televisión, salía el sendero que transcurría por una arista muy aérea y estrechísima, de unos 50 cm de ancho. El suelo del mismo era muy resbaladizo porque la lluvia había mojado la tierra convirtiéndola en una especie de arcilla lisa. En los lados del sendero sí que salían algunos matojos a los que nos podríamos haber cogido si hubiéramos avanzado arrastrando el culo pero aquello nos pareció peligroso porque el viento soplaba con cierta intensidad. Pero lo que nos desmotivó para intentar seguir por allí es que no sabíamos si era el sendero correcto y si iba a alguna parte. La niebla que tapaba esa zona no ayudaba a saber si aquel camino era realmente difícil o sólo una sensación que producía la niebla. Así pues, por 52 metros -media hora de camino según el libro- no conseguimos el objetivo, pero al menos, eso sí, estiramos un poco las piernas con el ejercicio.
El descenso fue más cómodo aunque mucho más lluvioso. El agua cayó entonces con bastante fuerza y convirtió en ocasiones la pista en un verdadero río. De todas formas, la bajada se hizo rápida y mucho más cuando recuperamos las bicis. Con ellas, a toda velocidad, llegamos a la soleada base de la isla y ya en la carretera principal, regresamos a la marina casi cuando oscurecía. Habíamos conseguido unas agujetas y dolores para una buena temporada. Ese día, menos 25 minutos para comer un bocadillo y las paradas puntuales para beber, nos habíamos pasado once horas entre caminando y yendo en bici. Habíamos tenido suficiente.
El Valle de Mateoro
El 10 de febrero nos dirigimos al Valle de Mateoro. Se nos ocurrió esta excursión –y las otras que hicimos- leyendo el libro que compramos en Papeete titulado La Montagne. Histoire, nature et randonnées, de Paule Laudon. Este libro no estaba mal aunque divagaba un poco, por lo que en nuestra opinión era insuficiente como recurso único para hacer las excursiones que comentaba, salvo las que fuesen muy sencillas.
Para llegar al Valle de Mateoro, tomamos un bus frente a la marina y bajamos en el pueblo de Papara, aproximadamente en el kilómetro 35,8 de la carretera. El libro ponía que había que pedir autorización al ayuntamiento y, como pasamos justo por delante, entramos a preguntar. De allí nos remitieron a la policía local y el motivo de toda esa gestión no era darnos autorización, sino una especie de control por si teníamos un accidente poder ir a rescatarnos. Sin embargo, esta bienintencionada pero molesta gestión no nos dio mucha confianza porque el estudiado protocolo de salvamento se inició simplemente apuntando nuestros nombres en una esquina de un trozo de hoja arrugada. Esta hoja se guardó posteriormente en una cajón repleto de otros muchos papeles que no tenían el mismo destino. De todas formas, el policía que nos atendió nos explicó muy amablemente cómo llegar al principio del camino: continuar por la carretera por la que íbamos, llegar al cementerio, cruzar el río por un puente que había, y después, a la izquierda y siguiendo la orilla estaba ya el camino. Así lo hicimos. El camino al principio bordeaba unas casas pero luego las casas desaparecieron y tuvimos que descalzarnos para pasar un río. Sus orillas estaban infestadas de mosquitas que en una nube, se nos metieron en los ojos, la nariz y las orejas. Ya sin mosquitas, seguimos caminando por un entorno cada vez más salvaje, con un bosque húmedo más denso, con árboles, musgo, bambús y flores. El sendero era cómodo, sin subidas, aunque muy poco trazado y muy enfangado. Llegamos entonces a un segundo río donde no vimos la continuación del sendero, aunque sí que lo veríamos al regreso. Así pues, seguimos por dentro del cauce del río que tenía una altura que iba variando pero no solía pasar de la cintura. El fondo, de grandes cantos rodados, dificultaba el avance y siempre que podíamos íbamos por las piedras que estaban emergidas y secas. El sendero volvió a aparecer ocasionalmente en pequeños tramos por los costados y por allí íbamos siempre que podíamos. Estos pequeños tramos de sendero que descubríamos siempre acababan desapareciendo en el río y volvía a obligarte a avanzar por su cauce. Para entonces, y ya desde que nos habíamos metido en ese río, llevábamos los zapatos permanentemente puestos. El río y su entorno eran espectaculares y así avanzamos varias horas. Los rastros de senderos habían desaparecido totalmente y hubo un momento en que no supimos bien cuándo se acababa todo aquello. El libro decía que finalizaba en una zona más amplia de lo normal donde se podía hacer un picnic pero nosotros no vimos esa zona y continuamos y continuamos por el cauce hasta que nos dimos cuenta que seguramente nos habíamos pasado de largo y habíamos llegado más allá de lo que decía el libro. Nos tomamos entonces un bañito, jugamos con el agua de los pequeños saltos de agua, comimos un poco y, ya más frescos, emprendimos el camino de regreso.
El regreso fue como la ida, agradable e incluso más rápido porque dimos más veces con el sendero, que aparecía y desaparecía al lado del cauce. Ya llegando al final del sendero, cogimos unos aguacates y unos limones que vimos en unos árboles salvajes.
Antes de coger el autobús de regreso, pasamos de nuevo por la policía local para avisar de nuestra vuelta y para que no estuviesen pendientes de nosotros si es que lo estaban.
En definitiva fue una excursión peculiar, siguiendo casi siempre el cauce de un río salvaje y hermoso. Una experiencia, aunque tuvo una pega como excursión y era el no llegar a ningún sitio concreto. Ya en el barco, con los datos GPS que nuestra cámara incluía en las fotos, comprobamos que habíamos llegado mucho más allá de lo que decía el libro. Habíamos caminado demasiado.
Esta travesía, algo dura, es muy recomendable y transcurre por la única parte de la costa de Tahití que permanece salvaje, sin carreteras ni caminos de ningún tipo y sin casas. Eso sí, la caminata es larga y requiere dos días para completarla. Para situarse, diremos que Tautira está más o menos al noreste de Tahití Iti, el círculo pequeño de Tahití, y Teahupoo está al sureste de esa misma parte de Tahití.
El día 11 de marzo, muy temprano como siempre, volvimos a coger un autobús, pero esta vez más cargados de lo normal, con rollos y sacos para dormir, más comida y nuestra pequeña tienda biplaza de 1kg. Como no había autobús directo a Tautira, tuvimos que bajarnos en Taravao y esperar un buen rato a que viniera un autobús que nos llevara a ese pueblo. Ya en ese segundo autobús, nos apeamos un poco pasado el kilómetro 17 de la carretera de Taravao a Tautira, a menos de un kilómetro para llegar a este pueblo. El conductor, al que le habíamos preguntado al subir, nos confirmó que allí era. Habíamos tardado 3 horas para llegar hasta allí.
El primer tramo de carretera transcurrió por el interior recortando la península en la que se sitúa el pueblo de Tautira. Este primer y corto camino transcurre entre plantaciones de papaya y de unas plantas verdes oscuras que no conocíamos y que estaban plantadas en huertos formados por pequeñas islas con canales de agua estancada a su alrededor. Algo muy raro. Después, el camino transcurría justo al lado del mar, atravesando algún río poco profundo y las propiedades privadas de las casas que atravesabas. Al principio, al meternos en los jardines privados nos sentíamos incómodos y preguntábamos, si veíamos a alguien, si era por allí el camino. La gente, siempre sonriente, nos decía que sí, que el camino iba siempre bordeando la costa aunque no se viese. Algunos se ponían a charlar y cuando les decíamos que queríamos llegar a Teahupoo les cambiaba la expresión y decían que estaba muy lejos y preguntaban si lo sabíamos. Al parecer, la excursión que íbamos a hacer no era tan popular como creíamos. Así pues, la gente era muy simpática pero no así los perros que ladraban y ladraban, e incluso hacían algún amago de morder. Para entonces ya nos habíamos hecho con dos palos para defendernos y, afortunadamente, la mayoría de los perros eran cobardes y no se acercaban más allá de las puntas de los palos. Sólo nos topamos con un caso que nos asustó. Nos metimos en un jardín donde cinco perros ladradores grandes saltaron enseguida a por nosotros, y uno especialmente que era semejante a un rottweiller, parecía mucho más agresivo. Mientras íbamos hacia atrás dando golpes en el aire con nuestros palos mirando sólo al rottweiller, porque los otros cuatro perros ya ni nos importaban, salió el dueño alertado por los ladridos y los mantuvo alejados mientras charlaba con nosotros. El señor, que era bombero, se puso en su papel de advertidor de peligros y muy serio nos explicó que el camino que queríamos hacer era muy peligroso, sobretodo en algunos puntos –eso ya lo sabíamos-. Viendo que estábamos convencidos de a dónde íbamos, nos advirtió por último que tuviéramos cuidado en la última casa porque allí sí había un perro grande. Encantador panorama. El rottweiller, a modo de despedida, nos persiguió un momento hasta que el dueño lo volvió a llamar.
Sin duda, esa primera parte del recorrido fue bastante tensa por culpa de los perros. Los de los perros en Polinesia es un pequeño problema aunque la gente local no lo debe ver como tal. Las casas no tienen verjas normalmente y los perros suelen salir a la calle ladrando y amagando con morder a los que pasan por la acera. Leímos una noticia en el periódico local de unos turistas alemanes que protestaban porque, en pocos días de visita a las islas, les habían mordido dos veces y gravemente en una de ellas. La gente que tiene perro y le gustan mucho estos animales, no entienden que otras personas prefieran que estén en su sitio y que no se les acerquen, ni revoloteen a su alrededor, ni les husmeen, ni mucho menos que les ladren o les muerdan. El camino que seguíamos ese día quizá no era un ejemplo porque eras tú mismo el que te metías en los propios jardines, pero es que el camino iba por allí, no había verjas de ningún tipo, y no nos lo habíamos inventado nosotros. Se recomendaba como una de las excursiones típicas que se hacían en la isla.
Nosotros seguimos avanzando bordeando el mar y atravesando casas. A medida que avanzábamos, las casas estaban más apartadas, algunas abandonas y como las siguientes no se veían, siempre creíamos que la casa en la que estábamos era la última y que allí estaba el perro que nos habían advertido como peligroso. Una tensión continua, vamos. Finalmente, en una de la casas, vimos a un señor trabajando en el jardín que nos saludó e inmediatamente de su lado salió disparado un doberman negro dirigido hacia nosotros. El hombre le gritó muy serio y el perro le hizo caso y volvió hacia él. Entonces el señor se nos acercó y, muy amable, nos explicó el recorrido aunque nosotros no nos enteramos de casi nada porque interrumpía su explicación para gritar al perro que no se acercara a nosotros y nosotros no parábamos de estar pendientes del perro que estaba pululando alrededor de nosotros. Nos despedimos del señor sin quitar la vista del perro que estaba sujeto fuertemente por el cuello por su amo y cuando ya estábamos bastante lejos de la casa, respiramos tranquilos y nos dijimos que por fin habían acabado las casas y sus perros. Pero poco nos duró el descanso. De repente, oímos unos pasos rapidísimos y por el que ya era un sendero, apareció corriendo el doberman de antes que se había escapado. Nos va a devorar, pensamos. Pero no, empezó a dar vueltas a nuestro alrededor sin apariencia de agresividad. Su pequeño rabo se movía alegremente por lo que no nos pareció que nos fuera a morder ni que estuviera asustado. Seguimos caminando pensando que el perro volvería a su casa en algún momento, pero no, nos siguió y nos siguió. Aquello parecía su jardín privado. La verdad era que, quitado el susto inicial, la compañía del animal nos fue muy bien porque él siempre iba descubriendo el sendero poco claro antes que nosotros. El sendero pasaba entre la vegetación, por la playa, por las rocas y el mar, y por algún río de poca profundidad, y el perro lo localizaba con facilidad. En ese punto, vimos gravada en la roca un petroglifo antiguo. En la roca había gravada el dibujo de una barca tradicional. Eso se comentaba en la reseña del libro por lo que nos confirmó que íbamos por el buen camino. Durante un rato, no pudimos ir al lado del mar porque apareció un acantilado y, por tanto, tuvimos que ir por la vegetación del interior a más altura. Al finalizar este acantilado, vimos una barca con un señor que nos hacía señas. Creímos que era un pescador que nos saludaba, pero al poco, supimos era el dueño del perro que lo estaba buscando. Nosotros siempre habíamos pensado que el perro volvería sólo a casa, pero es verdad que para entonces, habiendo pasado varias horas caminando en su compañía, nos olíamos que se había escapado y ya nos habíamos imaginado que hacer con él. Si llegábamos a Teahupoo en su compañía, se lo daríamos a la policía para que se lo devolviera a su dueño.
Ya solos, sin la compañía de nuestro simpático perro guía, llegamos a una cascada algo seca donde empezaban los verdaderos acantilados de Te Pari. Nos costó encontrar el camino correcto, pero tras un rato, vimos un paso conflictivo que estaba equipado con cuerdas viejas. Más adelante, en una ladera muy empinada y con mucha vegetación, nos perdimos totalmente. Encontramos el camino desandando un poco nuestros pasos, y por allí caminamos un buen rato. Después el camino descendió rápidamente con la ayuda de cuerdas hasta una playa donde, en un espacio de tierra despejado, montamos nuestra tienda. Estaba ya a punto de oscurecer y llevábamos todo el día caminando. Habíamos tenido mucha suerte de encontrar ese sitio porque el terreno de las últimas horas de caminata era tan empinado lateralmente que temimos no encontrar ni un sitio para dormir. Enfrente estaba la playa de cantos rodados y en el centro desembocaba un río de agua fresca y limpia donde nos bañamos antes de cenar e irnos a dormir. Habíamos bebido y bebido agua –casi 5 litros en total- durante todo el día y por la noche, no paramos tampoco de hacerlo. Era imposible quitarnos la sed.
Al día siguiente, nos levantamos al amanecer. Enseguida nos tocó pasar por el temido Trou du Diable. Este punto sólo podía pasarse en días de mar muy calmado porque en días malos las olas reventaban contra las rocas imposibilitando llegar más allá. El Trou du Diable era uno de los sitios más conflictivos de toda la travesía pero no el único. Nosotros, que ya estábamos advertidos de la necesidad de un día calmo para pasar por allí, habíamos escogido un día inmejorable. Casi no había ola. El lugar comenzaba por un agujero por el que tenías que pasar a través de la roca. Al otro lado, tenías que destrepar un poco y subir por el acantilado por una especie de escala metálica puesta en la roca de unos pocos metros que nos recordaba a las de las vías ferratas. Una vez arriba, lateralmente por la pared, tenías que avanzar de lado, cogido a una cuerda fija que también estaba instalada. Y ya estaba, el Trou du Diable no era más. El paso no nos pareció nada complicado pero pensamos que si el agua ya nos salpicaba levemente un día como aquel, que no se movía nada el mar, no nos queríamos imaginar cómo sería un día fuerte. Por lo que habíamos leído, simplemente no se podía pasar.
Después del Trou du Diable, vimos la Cueva Anaihe y cogimos agua de un manantial que salía de la roca al lado de la playa. La potabilizamos con cloro -tres gotas por litro-, y seguimos caminando sobre las rocas justo al lado del mar. Luego, el camino iba por un saliente que existía en el propio acantilado pero a una buena altura. Al principio, los pasos conflictivos tenían cuerdas fijas instaladas, pero más adelante desaparecieron. Había zonas bastante expuestas, con la roca mojada, aunque con buenos agarraderos para las manos. El mar se veía batiendo bastante debajo y, lógicamente, uno no podía fallar y caerse. Finalmente, Dani sospechó que no era el camino adecuado cuando pasó un tramo que le pareció especialmente complicado, sobretodo si se pensaba que aquella era en teoría una travesía más o menos popular. Más allá, un acantilado liso sin posibilidad alguna de pasar le confirmó su sospecha. Volvió a pasar el paso conflictivo que Sandra todavía no había pasado, y desandamos el camino sin saber muy bien donde habíamos cometido el error. Justo por encima de nosotros nos fijamos en la vegetación y se intuía que podía haber un sendero. Llegamos hasta allí escalando un poco las rocas del acantilado y lo confirmamos. Había un sendero y muy bien trazado. Más adelante, de nuevo en las rocas del acantilado, las olas chocando creaban un pequeño geiser que se comentaba en el libro. De nuevo subimos la ladera volviendo a coger altura en una zona con muy buenas vistas de la costa y equipada con bastantes cuerdas para ayudarte en los empinados ascensos y descensos a través de la vegetación. Este sendero finalizaba en la Bahía de Faroa, muy alargada, de aguas claras, con un entorno muy verde y abrupto y un río que desembocaba en ella. Allí, había un refugio bastante bueno preparado para los senderistas donde paramos a beber. Para entonces, Dani ya tenía los pies hecho una pena. Ahorradores que somos, intentó reparar las suelas de sus botas de montaña, que se habían despegado casi totalmente, con un pegamento especial presuntamente muy bueno especial para suelas. Las había probado antes con resultado positivo, pero con el tute que le dimos esos días, el pegamento no sirvió de nada y las suelas se perdieron totalmente. Se puso entonces las crocs de plástico que siempre lleva, pero con el barro y la pendiente lateral se le iban saliendo cada dos por tres y casi andaba descalzo. Se las cambió entonces por unas sandalias de trekking de Sandra, pero lógicamente, las reventó porque ya estaban bastante viejas, por lo que tuvo que continuar con las crocs. Así pues, en aquellos momentos, sus pies ya eran un mapa. Una piedra o un árbol le habían cortado totalmente una suela junto con la planta del pie que había arriba. Además, se había golpeado fuertemente tres uñas que perdería al cabo de los días.
En el otro lado de la bahía, había el último paso conflictivo de toda la travesía y donde en un día de mala mar te podías quedar también bloqueado sin poder pasar. El sendero, sobre piedras, seguía por el acantilado a varios metros sobre el nivel del mar. Al llegar a una cascada, ayudado por cuerdas fijas, se debía descender hasta la base de la misma, donde había una playita minúscula de piedras. Para ello tenías que esperar a que la ola del mar se retirara. Entonces descendías, pasabas la especie de playa sobre la que caía el agua de la cascada y, antes de que llegara la siguiente ola, tenías que ascender por el otro lado. Para nosotros, ese día, fue coser y cantar.
A partir de allí, el camino era sencillo y presuntamente claro. Al principio se bordeaba la costa por una zona amplia de piedras y más tarde, aunque se seguía bordeando el mar, ya nos metimos en un sendero entre la vegetación donde se repetían las subidas fuertes, las bajadas y los ríos. Finalmente, a lo lejos, vimos que comenzaba de nuevo el arrecife exterior que había desaparecido hacía mucho. Sabíamos que a partir de que apareciera el arrecife, comenzaban a existir las casas que rodeaban Teahupoo y suponíamos que por allí el camino sería cómodo. Craso error. Llegamos a las casas pero el camino era inexistente. Las casas, daban directamente al mar y lo peor, era una zona bastante pantanosa y alrededor de las casas había ríos y riachuelos por doquier que había que atravesar. Algunos eran profundos por lo que había que subir río arriba entre los manglares hasta encontrar un paso por donde pasar las aguas que a veces estaban bastante estancadas. Estábamos bastante cansados y ese laberinto nos cansó aún más. Si había un sendero más o menos trazado no lo vimos. Sí que vimos alguna marca muy puntual que no iba a ningún lado. Nuestro libro decía que efectivamente era por allí.
Pasamos los ríos Atihiva, Vaitutaepuaa, Vaiarava, Vaitio, Vaipoiri, entre otros, en un verdadero laberinto. Y entre ellos, de vez en cuando, casas con perros que ladraban y personas que nos saludaban, simpáticos, pero que siempre nos daban un dato diferente cuando le preguntábamos cuanto quedaba para llegar a Teahupoo. Era normal de todas formas, ya que ellos se desplazaban en barca y nunca iban andando.
Más tarde, caminábamos por una zona más cómoda, por una playa muy estrecha y ya sólo nos quedaban dos ríos por cruzar. Estábamos cerca. Llegamos entonces a otra casa, justo cuando de ella dos señoras salían del muellecito particular con su barca. Al vernos, nos ofrecieron llevarnos y aunque preferíamos a priori llegar caminando a Teahupoo, aquel tramo de camino que estábamos haciendo desde hacía horas era bastante rollo, estábamos cansados, y aún nos quedaba la aventura de intentar regresar a casa en transporte público. Así pues, aceptamos.
En su potente lancha, bordeamos lo que quedaba de costa a toda velocidad. En teoría hasta Teahupoo no quedaban más de dos kilómetros en línea recta pero atravesando ríos con manglares o jardines con perros, aquello hubiera requerido aún bastante tiempo.
Las señoras nos desembarcaron en un pequeño puerto un poco más allá de Teahupoo. Nos dijeron entonces que los autobuses finalizaban el servicio a las 14:30, por lo que siendo ya las 15:00 horas, ya no podríamos coger ninguno hasta el día siguiente. Nos sorprendió un poco ese horario y nos fastidió bastante. Además, acampar por allí no era fácil porque todo estaba bastante habitado y tampoco había playas. Nos dijeron que tampoco conocían ningún sitio para dormir, así que no nos quedó otra que hacer autostop. No recordábamos haber hecho nunca autostop ni nos agradaba la idea de hacerlo porque no era sólo aceptar un favor, sino pedirlo. La vergüenza duró poco porque enseguida una señora se paró y nos subió. Charlamos hasta que llegó a su destino, donde según ella sólo había cinco minutos andando hasta Taravao. Tras dos kilómetros caminando, bastante más de cinco minutos, llegamos a esa ciudad. El sol ya estaba bajando y la idea era dormir por allí en un sitio que conocíamos de cuando teníamos el barco fondeado en la bahía, pero la fuerte tentación de dormir ya en nuestro barco nos hizo volver a intentar coger un coche. Nos pusimos a hacer autostop y la gente, bastante en general, resultó simpática. En veinte minutos, pararon tres vehículos a los que no subimos porque no llegaban tan lejos como queríamos. Otros varios vehículos, sin parar, se disculpaban y con gestos, nos decían que su destino estaba muy cerca por lo que no nos servían. Finalmente, un autobús se paró. No era de línea sino de transporte escolar y estos no paraban a los clientes cuando llevaban a los chicos o niños. Pero este sí paró y por el modo como el conductor cogió el dinero del viaje, medio a escondidas, nos imaginamos que no debía estar bien lo que hacía. Pero bueno, a nosotros nos hacía un favor, había sitio de sobra y no molestamos para nada a los varios chicos de instituto que iban subidos en el autobús. El vehículo finalizaba su recorrido en Paea, a 10 kilometros de Marina Taina. ¡Dormiríamos en el barco aunque tuviéramos que llegar andando! Pero ya con la práctica que llevábamos, volvimos a levantar el dedo y mientras subíamos el brazo, sin exagerar, se paró una chica francesa muy simpática que venía de hacer surf. Nos avanzó 4 kilómetros más hacia nuestro destino y, tras apearnos, volvimos a hacer autostop. Otra chica francesa se volvió a parar inmediatamente y esta fue la que nos llevó hasta enfrente de Marina Taina, justo cuando ya se hacía de noche. Habíamos llegado y estábamos reventados.
Una sorpresita nos quedaba. Al ir a por el auxiliar, no estaba. Había desaparecido. La marina estaba vacía y no había a quién preguntar. Dimos vueltas, miramos en el otro sitio donde se dejaban las barcas y nada. Al final, dimos con un guardia privado y le preguntamos. Nos dijo que por obras las habían movido a un sitio especial, a la otra punta de la marina y sin dejar ni un mísero cartelito. Qué simpáticos. Y menudo susto que nos habían dado Sin duda, había sido un buen final de fiesta.
Los Lavatubes
Los Lavatubes son una de las excursiones que más recomiendan cuando se visita Tahití y en nuestra opinión, efectivamente, el lugar es especial.
Son, como su nombre indica, túneles de lava. Cuando Tahití se formó, la lava se solidificaba dejando en su interior ríos de lava más liquida que al circular más allá, dejaron esos túneles huecos. Actualmente, esos túneles están rodeados de una exuberante vegetación y por ellos, transcurren ríos, formando en ellos saltos de agua de diferentes alturas. Los lavatubes son tres y en todos lados recomiendan hacerlo con guía. Nosotros, una vez hechos, creemos que de los tres que son, efectivamente el último es recomendable hacerlo con guía.
Para contratar al guía nos costó lo suyo. El principal problema era que como nosotros éramos sólo dos y el precio de la excursión eran unos 50 euros por persona, no les compensaba trabajar un día por 100 euros. Así pues, había que coincidir con más gente y eso era el problema, que era difícil coincidir. Tras anularnos un día que ya estaba acordado, finalmente fuimos un domingo y al final fuimos 10 excursionistas.
El día, pese a que comenzó lluvioso, se aclaró totalmente, no dejando ni una nube en el cielo. El trayecto en la parte trasera del Land Rover fue largo, ya que había que ir a la otra punta de la isla -45 minutos- y luego, ascender por una pista 45 minutos más. De todas formas, disfrutamos mucho con las vistas y charlamos un poco con el resto de excursionistas, casi en su totalidad franceses. Allí, nos dieron el material necesario para la excursión: unas chancletas cerradas de plástico para caminar, un frontal para iluminarnos y una camiseta de neopreno para cuando nos metiéramos en el agua. Ya equipados, nos pusimos a caminar subiendo por una pendiente y enseguida llegamos al primer lavatube. Era un túnel en la roca muy alto y amplio por donde transitaba un río. Una vez atravesado y ya en el exterior, caminamos por el agua del río o por las rocas entre un bosque muy bonito atrapados en una garganta que estaba cubierta por todos lados de vegetación.
El segundo lavatube quedaba un poco en alto y había que subir un repecho vertical de unos cinco metros equipado con cuerda fija. Para asegurarnos, nos fueron poniendo de uno en uno un arnés por si alguien se caía, aunque el mismo no era imprescindible. Luego, el camino, que era bastante aéreo y seguía transitando bordeando el río, aún subía un poco más justo hasta la entrada del lavatube. Allí, en la entrada de la cueva, para distraerte y si querías, podías saltar al río desde una altura de unos seis metros. Así lo hicimos casi todos. Tras las zambullidas, seguimos cruzando el segundo lavatube y, esta vez, nos pusimos los frontales porque el túnel era más largo y se quedaba bastante a oscuras.
Volvimos a salir al exterior y caminamos de nuevo por el río hasta que llegamos al tercer lavatube. La entrada estaba casi cubierta por una altísima y amplia cascada. Nos metimos en el río hasta la altura del pecho con la mochila en la cabeza y trepamos un poco para meternos en el túnel ligeramente mojados por el agua que caía de la cascada. Una vez dentro, tocó ponernos otra vez el frontal. Comenzamos a transitar por el túnel que estaba totalmente a oscuras. La humedad rezumaba por todos lados, hacía algo de frío y tenía en sus paredes y techos una especie de alga que con la luz brillaba como si fuese oro. Era una visión muy especial, un túnel totalmente a oscuras que iluminado por la luz parecía dorado.
Este túnel era el más largo de todos con mucha diferencia. Tenía varias cámaras y cascadas en su interior. En una de las bifurcaciones dejamos las mochilas y nos dispusimos a hacer una ruta circular por unos túneles que nos llevarían al mismo sitio. Empezamos a subir por cuerdas fijas que habían instaladas dentro de unos túneles más estrechos, con formaciones más extrañas e incómodos, que te obligaban a agacharte.
Nos explicaron la historia mitológica del lugar y como el lugar estaba prohibido para la gente local. A día de hoy, aún hay gente mayor que se niega a meterse en los lavatubes y la guía, polinesia, reconocía que ella siempre deja unas hojas para cumplir con la tradición.
El lugar te daba la sensación de estar haciendo espeleología. El túnel ascendió bastante hasta llegar a una cascada que daba a una poza. Allí, desde unos cinco metros, la gente que quisimos saltamos a la poza. Daba una sensación extraña hacerlo sin luz. Mirabas con luz donde tenías que saltar, se apagaban las luces y saltabas. Para más inri, al saltar tocabas el suelo de la poza que, afortunadamente, era bastante liso.
Por esa poza, que más allá se convertía en un túnel, avanzamos. Por allí finalizaba una gran cascada que daba al lugar donde habíamos dejado las mochilas. Desandamos un poco el camino y luego nos desviamos por otro túnel por el que incluso tuvimos que ir a rastras. Finalmente, por un hueco equipado con una cuerda, nos descolgamos y finalizamos la ruta circular. La salida del lavatube estaba bastante cerca de allí y era un lugar también muy bello. El juego de luces de sol y la oscuridad interior, juntado con la vegetación inmensamente verde del exterior y los humos que existían del vapor de agua, que se producía por el calor del sol sobre las rocas mojadas, daban al lugar a un ambiente como mágico.
En aquel lugar cada uno comió lo que llevaba y sólo nos quedó después, seguir un agradable sendero, que atravesando algún río, cascadas y mucha vegetación, finalmente nos llevó de nuevo a los coches. Habíamos disfrutado mucho y sin duda, había sido una muy buena experiencia.
Explicado todo lo anterior, nuestra estancia en Tahití ya finaliza. En breve, seguiremos recorriendo las islas de Sotavento del archipiélago de las Sociedad. Ya os iremos contando cómo va todo.
¡Un abrazo y hasta pronto!
d:D´ dice:
Eso sí son excursiones y no las de los domingueros que realizan por aquí ese nuevo mal endémico llamado ahora senderismo.
Un petroglifo muy interesante, aunque sería bueno alguna información más sobre él.
Deteriorarse el calzado de esa forma es como ir en coche con la reserva a medias o sin rueda de repuesto por una pista abrupta…Como aquel hombre que entrando en un bar de pinchos exclamó, ay, ay, ay… )´
Saludos y buenas singladuras.