Sigue el viaje del velero Piropo, con sus tripulantes Dani y Sandra, en su pretendido deseo de dar la vuelta al mundo por los trópicos.

TAHUATA (ARCHIPIÉLAGO DE MARQUESAS). Del 2 al 10 de julio de 2014.

 

Nos dirigíamos a Tahuata, cuyo significado en polinesio es amanecer. Sólo nueve millas separaban el fondeo en el puerto de Atuona de nuestro próximo destino: la bahía de Hanamoenoa. La verdad era que los nombres polinesios de las bahías y las islas nos costaban un poco, pero sin querer de tanto nombrarlas, nos íbamos haciendo a ellos.

El viento suave durante toda la travesía, hizo el camino a Tahuata mucho más agradable. Sólo un pequeño canal, el Canal du Bordelais, separaba las islas de Hiva Oa y Tahuta, por lo que la travesía iba a ser muy corta. Mientras navegábamos a lo largo de ese canal, pudimos observar la costa norte de Tahuata que parecía especialmente bonita. La isla no era tan alta como había sido Fatu Hiva y Hiva Oa aunque seguía teniendo una cordillera central bastante alta. Pero lo que más nos llamaba la atención era que por aquel lado, tenía unas llamativas playas de arena blanca que no habíamos visto todavía en las Marquesas. Enseguida llegamos a la bahía de Hanamoenoa. Nos habían hablado tan bien de ella que esperábamos que las grandes expectativas no nos defraudaran y no, la primera imagen que tuvimos de ella no nos decepcionó. Era una larga playa de arena blanca, bordeada de cocoteros y casi totalmente desierta ya que allí sólo vivía una persona. Tras los cocoteros, unas empinadas laderas llegaban hasta la alta cordillera de afiladas montañas. La vegetación era menos frondosa que la que habíamos visto hasta la fecha en las otras islas marquesianas porque allí debía llover algo menos pero aún así, el verde se veía por todos lados.

En la bahía sólo había dos barcos y nos sorprendimos al ver perfectamente como, pese a que había diez metros hasta el fondo, el ancla se posaba sobre el fondo de arena. La nitidez del agua era impresionante. Tampoco iba a molestarnos el oleaje ya que allí no se notaba nada. Era sin duda, el mejor fondeo en el que habíamos estado hasta ahora en Las Marquesas.

Al día siguiente, como nuestro motor del auxiliar nos dio problemas en Hiva Oa, Dani encendió por primera vez el nuevo motor auxiliar. Había que hacerle el rodaje por lo que estuvo un rato el motor encendido al ralentí tal y como recomendaba el manual de instrucciones. Después, a mínima marcha nos fuimos a bucear. Daba gusto el nuevo motorcito, encendía a la primera y funcionaba muy suavemente.

Teníamos muchas ganas de bucear en esa bahía porque nos había comentado que podían verse ídolos moriscos, un pez muy característico y también muy conocido entre la gente ajena al mundo de los peces y aficionada a las películas de Disney y es que era un ejemplar de los que salía en la película ‘Nemo’. Fuimos a uno de los extremos de la bahía y nos tiramos al agua cerca de las rocas. Allí, sólo había una pared que caía muy vertical hasta el fondo que estaba a unos 8 o 9 metros. Había algo de coral y por allí se refugiaban gran cantidad de pececillos muy diferentes a los que habíamos visto en el Caribe. Sandra iba con la cámara haciendo fotos y Dani con el arpón para ver si pescábamos algo. Enseguida pescó un pequeño mero. Lo llevamos entonces inmediatamente al auxiliar para no incitar a los tiburones a que aparecieran antes de tiempo y mientras volvíamos hacia la pared, vimos una enorme mantarraya nadando plácidamente. Fue una maravilla contemplar a este animal tan grande, con su boca abierta blanca a través de la cual filtraba del agua su alimento, que es el plancton. Aunque lamentablemente, desapareció muy rápido. Seguimos buceando y enseguida vimos dos ídolos moriscos. De unos quince centímetros, tenían una boca muy alargada. Sus colores eran muy vistosos a franjas de colores amarillos y negros con algunas líneas blancas. Lo más llamativo de esta especie era que en su aleta dorsal se alargaba extraordinariamente creando una punta larguísima y fina que dejaba colgando hacía atrás con una longitud casi igual a su cuerpo. Era un pez realmente espectacular.

Recorrimos entera la bahía desde donde habíamos dejado el dingui hasta la punta más exterior de la bahía y allí, nos topamos con dos tiburones por separado, uno era de puntas negras pero el otro no las tenía ni tampoco fuimos capaces de identificarlo. La verdad era que casi nos habíamos acostumbrado a la presencia de los escualos y además, buceando, daba más tranquilidad verlos porque veías que estaban tranquilos e iban a su aire. La corriente en aquella punta era relativamente fuerte por lo que desandamos el camino y regresamos al auxiliar después de un largo y divertido buceo. Ese día habíamos visto por primera vez al ídolo morisco y por primera vez también, habíamos podido bucear con una mantarraya. Aunque también habíamos visto calafates negros, cirujanos de muchas clases –listados, de Aquiles, alargado, presidiario, etc- peces cofres, peces loro, peces mariposa, algún pez ángel, algún ojos de vidrio, doncellas, salmonetes, y muchos otros que no supimos identificar. Los peces del Pacífico, a pesar de que en su mayoría son las mismas especies que existen en el Caribe, tienen rasgos y colores muy diferentes. Esta diversidad dentro las especies es mucho mayor aquí en el Pacífico y los buceos son realmente entretenidos.

Por la tarde nos quedamos en el barco, ordenando fotos, estudiando próximos destinos y Sandra probó a preparar una tarta de pan que era una antigua receta de la Tía Marina, una tía abuela de Dani ya fallecida y a la que éste quería mucho. Que gracia hacía recordar estos sabores estando en un barquito tan y tan lejos.

Al día siguiente desembarcamos temprano en la playa porque habíamos decidido subir por una de las colinas que daba a la bahía. La subida no fue fácil porque no vimos ningún sendero trazado y tuvimos que avanzar siguiendo sendas que hacían los cerdos salvajes que no eran muy constantes y desaparecían con facilidad. Cuando eso sucedía, teníamos que ir monte a través y pese a que no había mucha vegetación, era bastante difícil hacerlo. Subiendo, vimos un cerdo salvaje que se escapó corriendo. Finalmente, llegamos a lo alto de la colina. Desde allí, las vistas de la bahía de Hanamoenoa eran muy bonitas pero además, se veía en la otra dirección, más abajo en la propia isla, una playa de arena blanca igual o más bonita. Más allá, se veía el Canal du Bordelais y mucho más allá, la isla de Hiva Oa. El ascenso había valido la pena.

Bajamos buscando nuevas trazas porque el camino que habíamos hecho a la subida fue imposible de encontrar, y en cuanto llegamos a la arena de la playa, nos acercamos al único habitante del lugar para saludarlo y no quedar muy descorteses. Nos ofreció enseguida un coco para beber y una naranja. Era un chico joven, originario de Hiva Oa y vivía allí tranquilamente, rodeado de muchísimos frutales. En ese momento le había ido a visitar un amigo de Tahuata. Con él, vivía un cerdito diminuto, de apenas unas semanas, y es que por lo que nos contó, habían cazado hacía poco a su madre y al caer abatida, dejó aprisionado al pequeñito y se lo quedó, no sabíamos si como mascota o para comérselo en el futuro. Parecía ser que en la isla había mucha caza y, además de cerdos, había cabras salvajes. Charlamos un rato de varias cosas y nos preguntaron si queríamos ir a pescar con ellos. Nosotros no teníamos material para pescar pero lo que más les interesaba a ellos era que fuéramos a ayudarlos con nuestro dingui. Iríamos cerca de ellos y en cuanto pescaran algo, lo iríamos subiendo a la barca y de esta forma, evitaríamos que aparecieran los tiburones excitados por la sangre del pescado. El plan de estar flotando en el auxiliar no era muy prometedor pero al menos, veríamos qué tipo de pescados pescaban los locales en esa bahía.

Siempre decían que en el Pacífico, había que preguntar a los locales en cada bahía qué pescado se podía comer y cuál no, debido a la ciguatera. La ciguatera, según un libro que tenemos, es una toxina que existe en una especie de algas unicelulares que viven en la superficie de algas más grandes y que por ello, sólo pueden estar en la costa. Los peces herbívoros pastan estas algas y absorben la toxina aunque no les afecta. Los peces depredadores que se alimentan de estos peces herbívoros van acumulando la toxina en el cuerpo a lo largo de la vida sin que parezca que les perjudique tampoco. Sólo el ser humano, situado al final de la cadena alimentaria, sufre una intoxicación al consumir un pez ciguatóxico. No sólo es peligroso el consumo de grandes depredadores con una elevada concentración de la toxina, sino que también los peces herbívoros con suficiente toxina acumulada representan un peligro. La ciguatera puede tener como consecuencia un debilitamiento prolongado, a veces incluso permanente, pero no suele ser mortal. La tasa de muertes se sitúa entre el 1% en partes del Caribe y el 12 % en casos graves del Pacífico. Según otro libro que teníamos en el barco, no era posible detectar los peces ciguatóxicos excepto en laboratorio y sin una fiabilidad del 100%, aunque habían inventado un kit detector a un precio elevadísimo y sólo utilizable para un pescado. El mayor peligro de la ciguatera era la imprevisibilidad de su presencia en algunos de los peces más valiosos para la alimentación humana. La toxicidad de los pescados variaba en cada zona, en cada isla e incluso en cada bahía, y por ejemplo una fuerte tormenta podía variar la existencia de la toxina. Uno de estos libros que llevamos aconsejaba como medida de prevención consultar siempre a la población local los peces que eran potencialmente peligrosos –aunque lógicamente podían equivocarse- y no comer los peces depredadores de más de 2 kg –en algunas especies, ya a partir de los 900 g- que cazaban en los arrecifes. No comer nunca las huevas, ni los órganos internos –vísceras, hígado, glándulas sexuales- de los peces de arrecife y recomendaban por último que las personas que hubieran sufrido una intoxicación de ciguatera debía ser especialmente cuidadosas ya que la toxina parecía ser que era acumulativa.

Nosotros el día anterior habíamos pescado un mero y aunque era una especie de las potencialmente peligrosas, era de muy pequeño tamaño y lo habíamos pescado así con esa intención. Aún así, comiéndolo pensamos mucho en la ciguatera y, francamente, no nos valió mucho la pena el riesgo. No sabíamos si éramos demasiado asustadizos por temer algo cuando el pescado era pequeño o demasiado temerarios por comernos el pescado, pero no lo comimos a gusto y en adelante, seguramente, no comeríamos mucho pescado capturado por nosotros con arpón. Una pena. Comeríamos entonces el pescado de alta mar que consiguiéramos capturar, ya que ese tipo de pescado, al parecer, no era peligroso.

Pescando con los locales de Tahuata nos quedamos sorprendidos. Lo primero que sacaron fue un pez cirujano de Aquiles. Era un pez muy bonito para verlo con sus espectaculares colores pero, por lo que teníamos entendido, era un pez incomible por su gran cantidad de espinas y por la poca carne que tenía. Luego sacaron un pez loro, que ese sí que estaba muy rico, pero por lo que habíamos leído respecto a la ciguatera, era de los potencialmente más peligrosos. En esa bahía no debía serlo. Luego sacaron un salmonete, otro cirujano y otro loro. Mientras tanto, ya habían pasado casi dos horas y ya estábamos cansados de estar en el dingui remando. Aprovechando que uno de los buceadores ya se volvía a la playa, le acompañamos con el pescado y nos despedimos. El otro buceador ya no necesitaba nuestra ayuda porque estaba enfrascado buscando un pulpo que había visto. El chico que dejamos en la playa se ofreció a darnos algo de pescado pero como veíamos que no habían pescado demasiado, nos supo mal llevarnos algo.

Al día siguiente el viento sopló con más fuerza. Canalizado por los valles, apareció en forma de rachas por lo que en la bahía, o se estaba tranquilo o aparecía un fuerte viento. No era nada constante. De todas formas, las rachas no eran muy fuertes por lo que decidimos, con el dingui, visitar las dos próximas bahías situadas un poco más al sur que estaban prácticamente unidas y que se encontraban muy cerca de donde nos encontrábamos. Enseguida llegamos allí y observamos que eran realmente bonitas y muy al estilo de la bahía en la que estábamos, Hanamoenoa, aunque algo más pequeñas. Esas bahías también tenían alguna casa. En la pequeña bahía había un velero polaco que conocíamos de vista de Hiva Oa y nos hicieron señales desde allí para que nos aproximáramos. Enganchados a su borda, charlamos con ellos un rato. De regreso a Hanamoenoa y como llevábamos ya los trastos de buceo, nos fuimos a explorar los fondos pero esta vez, del lado derecho de la bahía. En ese lado el fondo estaba a menos profundidad y pudimos ver con mucho más detalle y comodidad los peces que la habitaban. Dos escualos los habíamos visto mientras avanzábamos y estaban muy tranquilos. Uno le pasó cerca a Sandra, como despistado, y en cuanto Sandra hizo un movimiento, salió disparado. Al cabo del rato, Dani disparó a un mero pero enseguida se dio cuenta que era bastante más grande del tamaño recomendado para evitar la ciguatera. Francamente, era bastante grande. El pez huyo rápidamente con el arpón clavado y se metió dentro de un agujero entre rocas del que era difícil sacarlo. En esas estaba Dani, pensando en qué haría si conseguía sacarlo, si sería peligroso por la ciguatera, cuando Sandra le avisó y vio que detrás suyo venía un tiburón advertido seguramente por la sangre del pez herido. No era enorme, un puntas negras de un metro y medio, y todo sucedió en un instante, pero la imagen que vimos nos inquietó un poco. El tiburón venía directo a nosotros, de frente, y hacía gestos nerviosos. Nunca los habíamos visto así. Dani se separó de la presa dejando todo el hilo que podía por si al tiburón le apetecía llevársela. Pero el tiburón, tras realizar unos gestos nerviosos, se giró y se fue. Había sido un buen susto. Dani entonces volvió a intentar sacar el pez de la roca, pero pensando en que era muy grande, que quizá sería tóxico con ese tamaño, que había un tiburón nervioso por allí, hizo todo con precipitación y se le escapó.

Al día siguiente, decidimos que cambiaríamos de fondeo. Estábamos muy bien allí pero habían muchos lugares y queríamos ver lo máximo posible. Nuestro siguiente destino sería una bahía más al sur, Vaitahu, donde estaba el pueblo del mismo nombre. La distancia a ella era de dos millas, por lo que llegamos en un momento. Cuando bordeamos el cabo que la flanqueaba, vimos que allí estaba fondeado el Aranui 3, el enorme mercante-crucero que lleva mercancías por las islas a la vez que hacía un pequeño crucero a los turistas que llevaba. En la distancia parecía que el enorme barco blanco ocupaba toda la bahía pero a medida que nos acercamos comprobamos que no, que la bahía era enorme y allí había sitio para muchísimos barcos. Habían, además del carguero, dos veleros fondeados, los simpáticos polacos que habíamos conocido el día anterior y un barco austriaco con una pareja. Precisamente con la mujer austriaca Sandra había coincidido en Hiva Oa cuando había ido a comprar verdura y francamente, no le había caído muy bien. La primera perlita que soltó la austriaca en su conversación con Sandra fue:

- Todos las personas que viven en países de habla hispana son unos vagos, no quieren trabajar y siempre te intentan robar.

Sandra debió poner una cara rara y entonces la austriaca dijo:

- España no, claro. España es Europa y es diferente. Pero los demás sí.

Nosotros en cambio no teníamos esa impresión, ni mucho menos, de los países que conocíamos: Venezuela, Colombia, Panamá y Bolivia. Pero tampoco teníamos esa impresión por las muchas personas que conocíamos de otros países hispanohablantes. La señora sin duda tenía muchos prejuicios.

Luego empezó a hablar mal de los indios kuna, de Panamá:

-Uff, que mal me cayeron los kunas. Sólo hablan español y no saben nada de inglés, ¡el idioma universal! ¿Pero qué se piensan?, que yo, que viajo por todo el mundo, ¿voy a tener que aprender el idioma de cada país que visito? Y van de pobres e indígenas pero en realidad son muy ricos ¿sabes? Porque se dedican todos a la droga.

Sin duda, en este mundo, no todos pensamos igual.

La bahía de Vahitau era muy fotogénica, con unas laderas llenas de cocoteros y en el fondo, unas altas y escarpadas montañas. El pueblecito se veía tranquilo y arreglado, y las pocas casas que tenía, se intuían entre los muchos árboles.

Al día siguiente, tras el desayuno, y cuando nos disponíamos a arreglarnos para desembarcar, vimos en la bahía un grupo de delfines. Luego vimos que los polacos ya los habían visto y estaban con el auxiliar buceando con ellos. Nos subimos a toda velocidad al auxiliar y nos dirigimos hacia ellos. Nos tiramos al agua y no conseguíamos verlos pero los oíamos. Que sonidos más maravillosos. Poco a poco fueron apareciendo. Eran bastantes los delfines que había y, aunque no se asustaban, guardaban las distancias y no se aproximaban demasiado a nosotros. Pero aún así, los veíamos moverse con su extraordinaria facilidad y sumergirse a mucha profundidad y volver a emerger para tomar aire. Lo más impresionante fue sin duda los sonidos que hacían para comunicarse. Se les oía mucho antes de que los pudiéramos ver. Fue una bonita experiencia.

Poco a poco los delfines, después de casi media hora, fueron alejándose y cuando ya no los vimos más, los polacos nos dijeron que la función se había acabado. Se les veía igual de emocionados que a nosotros. Nos quedamos entonces charlando con ellos allí, flotando en el agua en medio de la nada. Nos contaron el recorrido que habían hecho hasta allí y nos dieron mucha envidia porque era el que teníamos previsto hacer nosotros inicialmente, que pasaba por Pascua, Pitcairn y Gambier, y que nosotros finalmente no pudimos hacer porque la temporada estaba muy avanzada. Nos resultaron muy simpáticos, como todos los polacos que habíamos conocido hasta la fecha.

Tras el buceo con delfines, fuimos hacia el pueblo. Dejamos a La Poderosa en el diminuto muelle con un ancla por popa. El mar estaba tranquilo. Paseamos entonces por el pequeño pueblo que estaba realmente cuidado. En Marquesas nos sorprenderíamos de lo bien que estaban cuidados los pueblos y es porque, como tenían bastantes recursos económicos proporcionados por Francia, tenían a mucha gente empleada en mantenimiento. De todas formas, los marquesianos, eran muy cuidadosos con los jardines, siempre estaban muy limpios y libres de malas hierbas que los afearan. Y por todos lados, siempre, a todas horas, se veían hogueras quemando malas hiervas y restos. El pueblo era diminuto pero aún así tenía una modesta iglesia protestante de madera y una imponente iglesia católica de reciente construcción. Era muy bonita, de piedra, tenía una enorme puerta tallada con hermosos dibujos, pero no sólo estaba tallada la puerta sino también cualquier trozo de madera que hubiera. Tenía también unas bonitas vidrieras con motivos polinesios. La puerta estaba cerrada pero tenía unas ventanas enormes a la altura de la cintura totalmente abiertas. Sin duda, no temían al frío ni a los ladrones. Habíamos leído que esa imponente iglesia en la pequeña isla era debida a que allí comenzó la evangelización de las Marquesas y es que allí, el español Alvaro de Mendaña, descubridor de las Marquesas, puso pie en las islas por primera vez y celebró la primera misa.

Seguimos paseando por el pueblo y llegamos hasta un cementerio. En los jardines de las casas habíamos visto mucho frutales pero lógicamente, y aunque no estaban valladas, no cogimos ninguna fruta. Pero más arriba, donde el pueblo finalizaba, los frutales eran salvajes y nos dedicamos a coger muchos limones que nos gustaban mucho en zumo. Después, nos interesamos por si había algún sitio donde conectarse a internet pero en la oficina de correos no tenía ese servicio. Entonces nos dijeron que un señor tenía internet y vendía la posibilidad de conectarse. Fuimos hacia allí y preguntamos el precio, nos dijo que valía casi 5 euros media hora, y como nos salió sin querer una cara algo horrorizada, nos dijo que bueno, por una hora. Entonces le dijimos que iríamos el día siguiente y entonces nos comentó que si queríamos, en vez de pagarle, a él le venía bien una cuerda fina.

De regreso al barco vimos que el velero austriaco se había ido y por la tarde, los polacos se fueron también pasando cerca del barco para despedirse. Ellos ya se iban hacia Tuamotú, el siguiente archipiélago, pero antes iban a visitar la bahía de Hapatoni, un poco más al sur de la isla. Precisamente nosotros, al día siguiente, queríamos irnos de excursión caminando hasta allí.

Por la mañana bien temprano, nos subimos al auxiliar y a medida que nos íbamos acercando al muelle, vimos que había más ola de lo que había el día anterior. Dani tiró el ancla de popa y nos acercamos poco a poco a un embarcadero de madera un poco aéreo. En cuanto estuvo a mano, Sandra se subió allí rápidamente, pero ya en tierra, vinieron unas olas enormes que sumergieron el embarcadero bajo el agua y por poco no meten a La Poderosa debajo. Las olas eran bastante grandes, como de un metro y medio, y cuando llegaban al muelle hacían subir y bajar el nivel del agua. El agua no reventaba totalmente en el muelle pero aún así, dejar el auxiliar allí sujetándose sólo con un ancla por popa era algo arriesgado porque en cuanto variase la marea, el cabo de popa quedaría más largo y seguramente se golpearía con el muelle. No íbamos a arriesgarnos a dejar la barca allí y además, no sabíamos si la cosa iba a ir a peor por lo que también sufríamos por el Piropo. Decidimos entonces que Sandra fuera a comprar pan y Dani la esperaría en el agua sujetado a una boya. Sandra fue a la tienda de comestibles pero estaba cerrada porque la señora se había ido a hacer unas gestiones. Una vecina, precisamente la mujer que tenía internet, viendo que Sandra no iba a esperar a que abrieran la tienda, le ofreció el pan que ella había comprado hacía un rato, pero como Sandra no tenía suelto suficiente y la mujer no quería cambiar un billete algo más grande, le regaló una de las barras. Qué simpática era la gente. De regreso al muelle, Sandra preguntó a un señor si esas olas eran normales y le comentó que no, que eran extraordinarias. Que allí lo normal era que siempre estuviera muy tranquilo. Así pues, no lo dudamos y decidimos regresar al barco. Pero entonces, el ancla de popa que habíamos echado al agua, no quiso soltarse. Quitamos tensión a la cadena y volvimos a intentarlo pero nada. Dani se tiró al agua, y como el ancla no estaba a demasiada profundidad, pudo liberarla sin problema aunque la uña del ancla salió bastante doblada.

A lo largo del día el viento aumentó y las olas también. Por toda la bahía se veían el blanco de las espumas que provocaban las olas al reventar contra las rocas. Las rachas eran fuertes pero nada exagerado aunque debían superar por poco los treinta nudos. Aún así, el vaivén en el barco era poco por lo que no nos planteamos cambiar de lugar. La noche sin embargo no fue nada tranquila. Las fuertes rachas nos estuvieron despertando continuamente. Era especialmente molesto porque la corriente era diferente a la dirección de las rachas y entonces, cuando aparecía el fuerte viento, inclinaba el barco bastante hasta que se colocaba orientado al viento. Pero luego la racha paraba y la corriente lo volvía a desorientar. Cuando el barco se inclinaba así nos preocupábamos e íbamos a mirar al GPS para comprobar que seguíamos en el sitio y no habíamos garreado. En una de esas, nos despertó un fuerte ruido. Salimos a la bañera corriendo pero no vimos nada. Todo parecía en orden. Pero en el bimini, vimos que la tabla de windsurf que siempre llevamos encima, se había soltado al partirse por el viento una de las maderas de teka en la que la sujetábamos. Aun se aguantaba por uno de los cabos aunque la punta ya estaba en el agua. Afortunadamente pudimos cogerla y meterla dentro del barco.

Al día siguiente seguiría habiendo olas y viento por lo que decidimos no irnos a ningún sitio. Como en el muelle había un grifo con agua muy buena pero sin clorar, decidimos ir con el dingui con todas nuestras botellas de plástico de 5 litros –unas 10- y con una bidón de 25 litros. Sandra se quedó sujeta a una de las boyas y Dani llegó al muelle nadando con todas las botellas y arrastrando un cable flotable que teníamos de 50 metros. Se subió al muelle aupado por una de las olas que llegaron y se puso a cargar el agua en el grifo. Luego, de dos en dos, ayudados por el cabo, Sandra fue llevando las botellas hasta el auxiliar. Y una vez todas las botellas estaban en la barca, Dani regresó a ella nadando de nuevo. De esta forma, no dábamos golpes innecesarios al auxiliar.

Esa noche volvió a ser movidita pero mucho menos que la anterior y a la mañana siguiente, todo parecía mucho más relajado. Decidimos entonces hacer la caminata a Hapatoni.

Dani desembarcó a Sandra en el muelle entre unas olas y tras dejar el auxiliar en una de las boyitas que había, se fue nadando hasta el muelle. Iniciamos entonces la caminata. Subimos por la empinada carretera disfrutando de las bonitas vistas de la bahía. Enseguida, un todoterreno que iba también a Hapatoni, se ofreció a llevarnos. Aceptamos encantados porque aunque nuestra idea a priori era hacer el camino ida y vuelta caminando, con que hiciéramos el trayecto una vez de esa forma ya era suficiente. Además, seguíamos preocupados por el barco y cuanto menos tiempo estuviéramos fuera mejor. Tuvimos suerte porque fue el único vehículo que vimos que iba a Hapatoni o volvía en todo el día. En cuanto nos subimos a la parte de atrás de la pick up, dos niñas salieron del interior muy emocionadas y se subieron también detrás. Les debía hacer gracia ir con unos extranjeros. El camino, a veces de tierra y en ocasiones, de cemento, fue muy agradable porque la vegetación era frondosa y las vistas muy bonitas. Había muchos árboles frutales salvajes e íbamos escogiendo las frutas que después, al regreso, recogeríamos. El camino daba muchas curvas y ascendió así hasta un collado. Desde allí, comenzó a bajar de la misma forma. Mientras, estábamos amenizados por las dos niñas que muy alegres, se pusieron a cantar. Llegando a Hapatoni, el cielo se oscureció, llovió un poco y el viento sopló con fuerza. Lo que más nos preocupó era que pese a que la bahía a la que llegábamos, nos parecía casi orientada de la misma forma que la de Vaitahu, en la que habíamos dejado al Piropo, el viento venía totalmente del mar. ¿Habría cambiado el viento? Empezamos a preocuparnos y preguntamos a la gente si allí era normal que el viento viniera del mar. Nos dijeron que sí, que en esa época del año el viento siempre era así. Así pues nos tranquilizamos un poco ya que en la otra bahía, el viento debía seguir soplando normalmente.

Paseamos entonces por el diminuto pueblo y conocimos la calle real, una calle creada por la reina Vaekehu II en el siglo XIX que estaba bordeada por árboles centenarios y piedras inmensas.

No nos quedamos mucho en el pueblo y rápidamente iniciamos el camino de regreso. La cosecha durante el camino de vuelta fue muy buena: diez papayas, un racimo de plátanos, limones, mangos y dos toronjas. No cogimos más porque las mochilas estaban llenas y no podíamos cargarlo. Descendiendo hacia Vaitahu, el cielo se puso muy gris y empezó a soplar un viento muy fuerte. Nos preocupamos de verdad y aceleramos el paso, tanto que llegamos a correr. Finalmente y por fin, tuvimos unas vistas de la bahía y pudimos ver al Piropo allí fondeado, tranquilo y sin novedad. Habíamos sufrido para nada pero era algo que no se podía evitar. Llegamos a Vaitahu reventados, por la larga caminata, por las carreras, por ir cargados con mucho peso. Pero había valido la pena. Llegando al pueblo, incluso las cunetas tenían fruta acumulada que se había caído de los árboles.

Al día siguiente, como pretendíamos irnos ya de ese fondeo al próximo destino, decidimos desembarcar en busca de información meteorológica. Las olas, aunque mucho menores, hicieron quedarse a Dani flotando en una boya mientras Sandra iba a internet a descargarse la meteo. Como pago de los diez minutos que estuvimos en internet, que iba fatal y muy lento, Sandra hizo nuestro primer trueque y le dio unos diez metros de un cabito muy fino y muy malo que teníamos. El cabo no era muy útil para el barco pero sí para sujetar cosas en una casa que era para lo que el señor lo quería. Lo que más nos gustó es que el señor de internet se quedó encantado e incluso se lo fue enseñar a la suegra que aún se quedó más encantada. La verdad era que eso de los trueques no nos gustaba demasiado porque nunca sabíamos que teníamos que dar y si iba a ser suficiente. Pero al menos esa vez, habíamos acertado.

Al día siguiente, partiríamos de Tahuata rumbo a Ua Huka, pero de camino, haríamos una pequeña escala en la bahía de Hanamenu, en el norte de Hiva Oa.

Hasta la próxima.

 

Publicar comentario