Sigue el viaje del velero Piropo, con sus tripulantes Dani y Sandra, en su pretendido deseo de dar la vuelta al mundo por los trópicos.

VENEZUELA (2ª PARTE): Visita al Salto del Ángel, Canaima y Ciudad Bolivar. Del 25 de junio al 30 de junio de 2012.

 

Nos encaminábamos felices ese lunes hacia la salida de la marina. Íbamos con todo dispuesto para disfrutar de unos días de turismo por un lugar que teníamos muchas ganas de conocer: el Salto del Ángel, la cascada más alta del mundo. Sin embargo, el viaje no llegó muy lejos porque en el mismo pantalán, nos topamos con nuestros amigos Jose y Lourdes del velero Moskito Valiente que habían llegado a Puerto de la Cruz la misma noche anterior. No tuvieron que insistirnos mucho para que decidiéramos posponer un día el viaje y quedarnos ese día con ellos.

 

El día en cuestión casi fue un enlace de comidas. Para comer fuimos todos juntos más Esther, una amiga suya que venía de España y Esteban, un navegante argentino que vivía en la marina, a un restaurante para probar el “mar y tierra”, un plato preparado con una mezcla de pulpo y pollo más arroz y otros “contornos” (guarniciones en Venezuela). Por la noche, en el Moskito, cenamos los mismos comensales pero esta vez, comimos una barracuda que habían pescado Jose y Lourdes los días anteriores en su estancia en los Roques. Charlando, nos quedamos esa noche hasta bastante tarde tal y como era habitual cuando cenábamos todos juntos en el Moskito.

 

El día siguiente sí, temprano, partimos en un “por puestos” hacia la estación de autobuses con la intención de subirnos al primer autocar que partiera para Ciudad Bolívar, una ciudad a caballo del río Orinoco que tiene un bonito casco antiguo aunque nuestro principal objetivo de ir allí, era que estaba de camino al Salto del Ángel y que esa ciudad era el lugar más adecuado para contratar con una agencia la visita a la famosa cascada. Aunque solemos optar por visitar los lugares por nuestra cuenta por, en nuestras opinión, muchísimas ventajas, la visita al Salto del Ángel se suele hacer, casi exclusivamente, a través de las múltiples agencias que existen y es que la visita requiere de una pequeña logística.

 

En la estación de autobuses de Puerto de la Cruz, empujados casi por una marea de gente que amablemente nos iba orientando, encontramos rápidamente el puesto de la agencia de autobuses que hacía el trayecto a Ciudad Bolívar. Estas agencias suelen tener un trabajador que vende los billetes fuera del puesto y que en la mayoría de los casos, siempre suelen pedir unos bolívares más por el billete. Afortunadamente, siempre solemos preguntar de antemano a otra gente cuánto suele costar el “boleto” para que el listillo de turno, nos rebaje el precio al correcto de una forma casi instantánea y como si el anterior precio comentado jamás hubiera salido de su boca.

 

Tuvimos mucha suerte porque nuestro autobús salía inminentemente aunque la inminencia, se convirtió en más de una hora. Esta espera no nos preocupó en absoluto ya que total, estábamos de vacaciones.

 

La fortuna se repitió al subirnos al autobús ya que nos sentamos en la primera fila del segundo piso y, como contrariamente a lo que era habitual en Venezuela, ese autobús no estaba cerrado a cal y canto, pudimos observar perfectamente el paisaje a medida que viajábamos.

 

Pero la suerte que estábamos teniendo ese día nos abandonó más tarde durante la parada para tomar la preceptiva arepa. Las mesas estaban todas ocupadas y tuvimos que compartir mesa con un señor que resultó ser un voluntarioso captador de fieles evangélico. El hombre en cuestión al principio habló de temas triviales sorprendiéndose de que habláramos tan bien español siendo extranjeros. No sirvió para apaciguar su sorpresa que le explicáramos que éramos de España ni tampoco que, ante su indiferencia, le explicáramos que en España se habla español. Un poco más tarde, sin venir a cuento y sin ninguna habilidad por enlazar temas, empezó a bocajarro el tema que él realmente quería tratar. Sacó la Biblia y empezó a recitarnos versículos con las consecuentes explicaciones. El momento no nos pareció el adecuado y sobretodo, no nos pareció oportuno el tono que él mismo iba adoptando. Se estaba gustando y se notaba. Poco a poco su discurso fue ganando agresividad y poco a poco, iba chillando más. Parecía que estaba realizando una cruzada contra los católicos ya que no paraba de criticarlos. Lo que más nos molestaba es que parecía que además de querernos convertir a nosotros quería convertir a todo el lugar ya que chillaba de forma desmedida. La gente nos miraba curiosos porque creían que nos estaba riñendo por algo. Aguantamos un buen rato intentando no ser descorteses pero el aguante tuvo un límite y dado que el monólogo no daba espacios para ninguna intromisión, optamos por zanjar el intento de proselitismo de forma tan repentina como se había iniciado. El hombre, que debía estar bastante acostumbrado a dichos cortes, se tomó la situación con bastante deportividad y ya no nos molestó más.

 

El viaje prosiguió y tras otro buen rato en el autobús, vimos el enorme puente colgante de Angostura que atravesaba el igualmente gigantesco río Orinoco. El Orinoco es el tercer río más caudaloso de la tierra tras el río Amazonas y el río Congo y es navegable por barcos oceánicos hasta la misma Ciudad Bolívar a la que nos dirigíamos que estaba a 435 kilómetros de la costa. El puente nos impresionó tanto como el río por sus enormes dimensiones, 1678 metros de largo y 57 metros de alto y las torres desde donde colgaban los tirantes medían 119 metros de altura. En el año en que construyó, 1967, era el puente colgante más largo de Sudamérica y el noveno del mundo.

 

Inmediatamente, tras el vistoso puente blanco, llegamos a Ciudad Bolívar.

 

En la propia estación de autobuses nos abordaron varios comerciales de varias agencias turísticas y tras rechazar a algunos, negociamos con otro en una oficina el precio de la excursión. Sobre el mismo no teníamos muchas referencias ya que como cualquier otro precio de Venezuela, debido a la inflación galopante, no se parecían ni por asomo los que citaban en las guías. Pagamos por cada excursión 2700 bolívares, unos 208 euros. De “regalo” nos incluían en el precio dormir esa noche en Ciudad Bolívar y el taxi hasta el hostal.

 

El taxista se equivocó y nos dejó en un antiguo hostal que ahora era una residencia de estudiantes de medicina y tuvieron que ser dos de las propias estudiantes de la residencia las que, tras averiguar por internet donde estaba el hostal al que nos dirigíamos, nos acompañaron caminando muy amables hasta el hostal correcto. Empezábamos bien.

 

Tras dejar los trastos en donde pasaríamos la noche, dimos una vueltecita nocturna por el centro que estaba totalmente desierto y con todos los establecimientos cerrados. Ante la falta de animación y las advertencias de la dueña del hostal de que no nos aventuráramos demasiado lejos, decidimos volver al hostal, cenar lo que llevábamos preparado y descansar viendo un poco la televisión venezolana.

 

El 27 de junio nos llevaron en taxi al aeropuerto. Allí teníamos que coger una pequeña avioneta que debía llevarnos a Canaima, una aldea de indígenas pemones que no está comunicada por carretera y cuya única forma de acceso es por aire o caminando varios días.

 

En la entrada del aeropuerto había una reproducción del avión de Jimmie Ángel. La historia bien conocida de este personaje es que, sin bien no descubrió el Salto del Ángel, corroboró formalmente su existencia y señaló su ubicación exacta cuando intentó, con el objetivo de buscar oro, aterrizar sin mucho éxito en la cima del Ayantepuy, el tepuy de donde salta la conocida cascada. Sobrevivió y tras caminar varios días por la selva, llegó a una aldea indígena donde lo socorrieron. Los tepuy son montañas muy abruptas de cima plana y la zona de Canaima está llena de ellos.

 

Esperamos un buen rato en el aeropuerto a que partiera la pequeña avioneta que se retrasó una barbaridad pero finalmente subimos a ella. Era como un coche diminuto con alas. Íbamos el piloto y cuatro pasajeros. No cabían más. Dani se sentó al lado del piloto. Su visión era muy diferente a la que se tiene habitualmente cuando se vuela en aviones comerciales de más tamaño. Se veía la pista de despegue y se apreciaba todo con mucho más detalle. Estuvo curioseando todos los mandos así como la forma de manipularlos por parte del piloto.

 

Ya en vuelo, las vistas simplemente fueron un espectáculo. Íbamos a ver el Salto del Ángel, la cascada más alta del mundo, pero con sólo ese vuelo en avioneta, el viaje de esos días ya había valido la pena. Sobrevolamos a relativa baja altura la frondosa vegetación que había a nuestros pies y de vez en cuando, sobrevolábamos o atravesábamos las pequeñas nubes que nos fuimos encontrando durante el vuelo. A medida que nos acercamos a Canaima, fuimos viendo los característicos tepuys. En muchos de ellos podía verse como en sus cimas, surgía un hilo de agua de más o menos tamaño que tras discurrir un poco por la cima, se precipitaba al vacío cuando llegaba al borde escarpado del tepuy. Nos imaginamos que en el Salto del Ángel debía pasar exactamente lo mismo aunque a bastante más altura.

 

Tras una hora de vuelo que pasó volando y nunca mejor dicho, sobrevolamos ya nuestro destino, Canaima, y su magnífico entorno, declarado patrimonio de la humanidad, formado por su laguna, sus impresionantes cascadas y su exuberante vegetación que conforman el Parque Nacional Canaima, el parque natural más grande Venezuela y el sexto más grande del mundo, de un tamaño total parecido al de Bélgica.

 

El aterrizaje en el diminuto aeropuerto fue tan curioso o más que el despegue y tal y como bajamos del avión, nos vino a recoger el encargado de la agencia. La pista de aterrizaje era pequeña, sin aviones y con una pequeñísima torre. Pagamos la tasa de entrada al parque nacional (300 bolivares-27 euros por persona) y nos subimos en la parte de atrás de un cuatro por cuatro descubierto que nos llevó directamente a la “curiara” (canoa motorizada) que debía llevarnos por el río durante cuatro horas hasta los pies del Salto del Ángel.

 

En la canoa íbamos nosotros, un grupo de ocho polacos, el guía, el barquero y un ayudante del barquero que iba en proa ya que en ciertas ocasiones, ayudaba a orientar la canoa ayudándose de un remo. Tanto el guía, como el barquero, como su ayudante, eran indígenas pemones de la aldea. La travesía, pese al alto tráfico de turistas que lo realizaban incitaría a pensar que no tenía complicaciones pero al parecer eso no era así. Un tramo se había cerrado definitivamente a la navegación por la frecuencia de accidentes y en el resto, había una estadística de una o dos canoas volcadas por temporada. Las consecuencias no eran graves pero todo el equipaje se solía perder.

 

El paseo en barca, al igual que el vuelo anterior, fue también interesantísimo y justificaba por sí sólo el viaje. A bastante velocidad, fuimos avanzando por el río de aguas intensamente rojas debidas al sedimento de ciertos minerales. En las orillas del Río Carrao que era como se llamaba la vía fluvial por la que nos desplazábamos, pudimos ver dos tipos de vegetación a lo largo de nuestro trayecto. Al principio la vegetación era de tipo sabana, casi sin árboles y que recordaba a la sabana africana que todos hemos visto en los documentales. Un poco más allá sin embargo, la vegetación cambiaba y se hacía mucho más frondosa. En esta zona, desde la orilla misma, aparecía la espesa arboleda tropical que no permitía ver más allá. Habían muchísimos pájaros encaramados en los árboles y sobre ellos, podían verse los abruptos tepuys con su característica cima plana. En casi todas estas montañas se podían ver saltos de agua cayendo.

 

Mientras estábamos por la zona de la sabana, el barquero nos aproximó a la orilla para que desembarcáramos ya que él y su ayudante, harían solos el tramo más peligroso del trayecto, unos rápidos que daban bastante miedo. Caminamos un cortísimo trayecto de veinte minutos y volvimos a embarcar en la canoa unos metros más arriba del río. A partir de ahí continuamos la navegación que transcurrió, por dos breves momentos, bajo un fuerte aguacero.

 

Tomamos una desviación del río y entonces el trayecto se hizo aún más entretenido si cabe. Habían muchas rocas a flor de agua y el barquero las esquivaba con mucha habilidad y con mucha experiencia. Cada dos por tres, levantaba el fueraborda para que la hélice no se rompiera y atravesaba cada salto de agua que nos encontrábamos, por el lugar más navegable.

 

El río iba dando curvas y curvas y tras girar en una de ellas, vimos el imponente Salto del Ángel. La imagen la habíamos viso mil veces en fotos y en la televisión pero en la realidad impresionaba mucho más con su casi un kilómetro de altura.

 

Pocos minutos después paramos en la orilla del río y desde allí caminamos una hora en una excursión muy descansada a través de la selva y llegamos por fin al mirador desde donde se tenía la mejor visión del Salto del Ángel. Desde novecientos setenta y nueve metros el agua caía de la cima del Ayantepuy. La temporada en la que veíamos la cascada al parecer era muy buena porque por ejemplo, en plena temporada seca el hilo de agua que cae es casi imperceptible y en plena temporada de lluvias, cae tanta agua que el líquido en suspensión nubla tanto la visión que no permiten observar con detenimiento el salto.

 

El lugar estaba no obstante un poco abarrotado de gente porque aparte de nosotros, habían los integrantes de otra canoa y el estrecho mirador, no daba para tanta gente. Poco a poco fue despejándose el espacio y pudimos observar con más calma y tranquilidad el precioso lugar.

 

Regresamos después al campamento charlando con nuestro guía, Freddy, que nos explicaba sus planes turísticos para la zona y ya en el lugar donde pasaríamos la noche, antes de cenar, nos dimos un baño en el río dejándonos arrastrar un rato río abajo por la fría corriente de agua, dándonos en el culo con alguna que otra piedra.

 

La cena fue riquísima ya que comimos un sabroso pollo a la vara, es decir, un pollo que se atraviesa con un palo y se hace sobre las brasas de un fuego. Tras la cena, hicimos amistad con los nueve polacos que compartían la excursión con nosotros y que resultaron muy simpáticos. Ellas, casi todas hablaban español y en concreto, Aleksandra y Marta, lo hacían espectacularmente bien sobretodo la primera que llevaba muchos años estudiándolo. Intentamos jugar con ellos a un juego de cartas, el Macao, pero entre que no somos muy habilidosos con los juegos de cartas y que el juego en sí nos pareció un poco complicado, no pasamos de ser unos nefastos jugadores.

 

Tras un rato de intentar jugar medio correctamente nos fuimos a dormir a las hamacas que estaban colgadas muy cerca y que resultaron ser un pelín incómodas.

 

Al día siguiente no nos levantamos demasiado descansados. Dormir en una hamaca no había sido lo plácido que nos habíamos imaginado al principio porque sobretodo, hay que cogerle un truco que pillamos a mitad noche. Para dormir en una hamaca al parecer hay que dormir no totalmente a lo largo sino uno poco a lo ancho de forma que los pies no los mantengas tan alto.

 

Mientras esperábamos a que nos prepararan un rico desayuno a base de “perico” (huevos revueltos), observamos un poco más el espectáculo de la naturaleza que aún teníamos enfrente y que nos seguía impresionando ya que desde el propio campamento, se podía observar la cascada que justificaba el que estuviéramos allí.

 

Tras el desayuno, nos subimos de nuevo a la canoa y río abajo nos despedimos ya del Salto del Ángel, que tras una curva ya no lo volvimos a ver.

 

El descenso del río fue mucho más rápido que la subida del día anterior y también fue mucho más seco ya que no nos llovió nada.

 

Al llegar a Canaima y antes de comer, fuimos a la playa de la Laguna donde las vistas eran también espectaculares. La playa era de una arena extraordinariamente blanca y en la orilla tomaba un tono más rosado por estar en contacto con las aguas rojizas. Más allá había tres palmeras una al lado de otra que nacían de las propias aguas de la laguna y al fondo, alimentando a toda la laguna, había las caudalosas y hermosas cascadas de Hacha, Wadaima, Golondrina y Ucaima. Nos dimos un baño en las rojizas aguas del lugar y tras el refrescante chapuzón, regresamos a la posada para comer.

 

Tras la comida nos quedamos solos ya que los polacos se fueron y con el guía, cogimos otra canoa que nos dio un paseo por la Laguna de Canaima, se acercó a las cascadas antes mencionadas y nos desembarcó en el otro extremo de la laguna para que pudiéramos conocer las otras dos cascadas que quedaban, Sapo y Sapito. Estas dos últimas cascadas las visitamos por abajo, por arriba e incluso a través de ellas ya que en el Salto Sapo, pasamos entre el agua y la pared en un paseo muy espectacular porque podías observar a centímetros de ti la gran cantidad de agua cayendo. En esa misma cascada y más tarde, nos bañamos en su parte superior en una zona donde lógicamente, la corriente no empujaba con ninguna fuerza.

 

La visita fue muy agradable y durante todo el rato, Freddy, el guía, un verdadero indígena pemón, nos explicaba costumbres de su pueblo. Habían algunas muy curiosas como que los hombres se podían casar con varias mujeres siempre que estas fueran hermanas o sus creencias religiosas muy ligadas a la naturaleza.

 

De regreso a la aldea, nos fuimos solos a pasear.

 

En la cena trabamos amistad con Alex, el que trabajaba en la posada y con él, nos fuimos después de la cena a tomar unas bebidas a una terraza muy agradable donde los lugareños y algunos turistas, se reunían por las noches.

 

De regreso a la habitación tuvimos un momento de tensión. Dos enormes cucarachas habían entrado y nos sorprendieron cuando entramos nosotros. Una escapó por la misma puerta pero la otra, tras correr de punta a punta de la habitación se quedó estática en la entrada del baño mirándonos fijamente. Nuestro pánico era mucho por el grandioso tamaño del insecto y el profundo asco que nos producía, pero Dani se armó de valor, cogió una pesada bota de montaña y con todas sus fuerzas, que se incrementaron por el pánico, le dio un fuerte golpe de lleno. El zapatazo fue enorme pero increíblemente, el asqueroso animal seguía vivo y sólo se le habían roto dos patas. Tras una pausa para recuperar fuerzas, Dani volvió a lanzar su brazo con la pesada bota en su mano y volvió a dar de lleno en el animal. Ahora sí que parecía que el golpe había sido definitivo. La enorme cucaracha se había partido en dos desprendiéndose su negro caparazón un poco más allá. Pero no, la muerte no le había llegado todavía y el insecto movía con normalidad sus antenas. Era sin duda un animal sobrenatural. Fue necesario un tercer y definitivo golpetazo para acabar con el inmortal animal.

 

Tras el desagradable incidente con las cucarachas-elefantes, y tras unas risas por el épico momento, dormimos un poco intranquilos pero finalmente, el día siguiente llegó.

 

Los primeros momentos de la mañana los pasamos paseando de nuevo por el pueblo hasta que llegó la hora del almuerzo. Tras almorzar, fuimos al aeropuerto junto con Alex a esperar la salida de nuestra avioneta que como no, volvió a retrasarse. No obstante la espera no fue desagradable ya que estuvimos charlando con Alex y mientras tanto, vimos como aterrizaban y despegaban otras avionetas e incluso un helicóptero. Y lo mejor de todo fue observar esas mismas maniobras realizadas por los aviones que proporcionaban suministros a las aldea ya que esas aeronaves era unos preciosos Antonov de hélice fabricados en la Segunda Guerra Mundial y que aún volaban sin aparentes problemas.

 

El viaje de vuelta en la avioneta fue tan entretenido como el de ida, fijándonos más en las numerosas minas abiertas en preciosas montañas, que destruyen por completo el entorno. Tras sobrevolar a baja altitud Ciudad Bolivar esperando que dejaran libre la pista, aterrizamos.

 

Nos despedimos del piloto, que se acordaba de nosotros de la ida, y caminando llegamos al centro de la ciudad donde nos acomodamos en la confortable posada “Amor Patrio”, cerquísima de la Plaza Bolívar, por 150 bolívares la noche.

 

El 30 de junio, visitamos Ciudad Bolívar y en concreto su casco antiguo con la Plaza Bolívar y sus calles adyacentes, la Catedral y la Casa del Congreso de Angostura y bajamos paseando hasta el Paseo Orinoco donde desde el Mirador de Angostura, pudimos observar la enormidad del Río Orinoco y las vistas del puente de Angostura que estaba a cuatro kilómetros río arriba. Tras la visita a la ciudad, recogimos nuestro equipaje en la posada y cogimos un autobús local que nos llevaría  a la estación de autobuses. En ese punto, nuestros planes originales eran volver a Puerto de la Cruz para, días más tarde, viajar hasta la ciudad de Mérida, pero como aún nos quedaba dinero en efectivo y no nos apetecía hacer un camino que deberíamos desandar días más tarde, decidimos partir ya hacia Mérida.

 

Para llegar allí había que hacer escala en Barinas, ciudad natal de Chávez y como el primer autobús no salía hasta las siete y media de la tarde, nos pasamos buena parte del día en la animada estación, comiendo por allí, observando a la gente, y pasando un rato en los numerosísimos cibercafés que había.

 

En nuestra próxima entrada os contaremos como nos fue en nuestra visita a Mérida y Los Llanos, sitios muy diferentes a Canaima tanto por sus paisajes como por sus gentes y tradiciones. 

 

Un saludo.

 

   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   

Un comentario a “VENEZUELA (2ª PARTE): Visita al Salto del Ángel, Canaima y Ciudad Bolivar. Del 25 de junio al 30 de junio de 2012.”

  • Me encantan las fotos, y despues de leer el texto son mas interesante, me a faltado la foto de la cucaracha-elefante jejeje un besazo.

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