Publicado por Piropo el 04-06-2015 09:55
Llegando a la estrecha entrada de la laguna de Maupiti esperábamos que no nos hubiéramos equivocado ni con la hora, ni con el día de entrada. Maupiti tenía una entrada más complicada de lo que estaba siendo habitual en las Islas de la Sociedad. Decían que con más de 20 nudos de viento u olas de dos metros, sobretodo de sur, no intentaras entrar ya que se creaba unos rompientes que tapaban totalmente la entrada. Esa misma noche, en Bora-Bora, había hecho bastante viento, pero a la largo de la mañana durante la travesía no sopló apenas, coincidiendo así con la previsión que predecía que el viento no excedería de los veinte nudos máximo recomendados. Lo malo era la previsión de ola, que era de sur de metro y medio, y que se ajustaba algo a los dos metros límites. No era ideal, sin duda, pero al menos ese día se pronosticaba soleado mientras que los días siguientes, más tranquilos de viento y ola, parecía que iban a ser más lluviosos. Así pues, fóbicos como somos a la lluvia, preferimos más el solecito y partimos ese día. Parecía, por el momento, que no nos habíamos equivocado, ya que la entrada se veía limpia de rompientes.
Había otra elección que hacer: la hora de entrada a la laguna. Esta se ve sometida a fuertes corrientes de hasta cinco nudos. Lo curioso era que aquí, según la información que circulaba, la corriente no dependía de la marea y sus picos de fuerza eran constantes todos los días a las mismas horas. Tradicionalmente -al parecer por recomendación de la armada francesa- se solía entrar a la laguna al mediodía que era según ellos la hora de menos corriente. Esta tradición se estaba rompiendo últimamente por los navegantes que, recomendados por los pescadores de Maupiti, preferían entrar a primera hora de la mañana, ya que decían que era mucho mejor. Nosotros optamos por entrar al mediodía y así evitarnos el tener que navegar de noche.
Cuando nos encaminamos hacia la entrada de Maupiti, después de 30 millas de travesía, un poco por casualidad era el mediodía exacto, las 12:00. La entrada estaba muy bien señalizada aunque era estrecha, de unos 30 metros y las grandes espumas de las olas rodeaban por completo la entrada. Imponía mucho. No parecía que hubiera mucha corriente de salida pero si hubiéramos tenido que darnos la vuelta justo en el lugar más estrecho, la maniobra hubiera sido complicada. Afortunadamente, no fue el caso. La corriente en contra existía pero debía ser de sólo un nudo y medio como mucho y sólo se notaba especialmente al principio, en el punto más estrecho del canal, aunque no creaba olitas ni espumas de ninguna clase. Muy atentos y algo tensos, atravesamos la entrada sin ningún problema. Ya dentro del canal nos relajamos un poco porque la corriente era mucho menor. Este canal daba una pequeña ese y pudimos disfrutar de las vistas de los hermosos motus que lo rodeaban, con sus verdes palmeras y sus rocas y arenas de una blanco coralino. No llegamos mucho más allá. En cuanto el canal finalizaba y la laguna se abría, nos encaminamos a un fondeo próximo. También allí habían instaladas boyas gratuitas para los veleros y a una de ellas nos cogimos, en aproximadamente la posición 016 28.34 S 152 15.09 W.
Al día siguiente, por la mañana, nos subimos al auxiliar para observar lo que nos había hecho fondear allí. El motivo en cuestión era que allí podía observarse a enormes mantarrayas nadando. El mejor lugar estaba muy cerca de donde habíamos dejado el barco y estaba señalado por tres boyas. Dejamos el dingui enganchada a una de ellas, y en cuanto nos tiramos al agua vimos enseguida a dos mantas muy grandes y a una cría más pequeña. Uno de los adultos desapareció bastante rápido pero el otro adulto y la cría allí se quedaron, nadando tranquilamente. Al parecer, a la zona le llaman la estación de mantenimiento o algo parecido porque las mantas van allí para quedarse quietas y que los pececillos les mordisqueen la piel y las limpien. Nosotros no vimos ese “mantenimiento”, pero sí vimos que la manta adulta se alimentaba de plancton creando como un embudo en su boca, desplegando previamente una especie de bigotes planos que tiene alrededor de la boca. Buceamos hasta estar muy cerca de ellas y estaban tan tranquilas que nos animamos a ponernos casi en su lomo, a lo que los animales ni se inmutaron. Eran sin duda muy tranquilos y confiados. Nos pasamos nadando con ellas un buen rato, observándolas y haciendo muchas fotos y videos aunque el resultado no fue muy bueno porque el agua estaba bastante turbia de plancton. De nuevo –ya lo habíamos hecho en Anaho (Nuku Hiva)-, disfrutamos mucho nadando con estos bellos animales.
Al cabo de más de una hora a remojo en las aguas de Maupiti, regresamos al Piropo y cambiamos de fondeo. Movimos el barco un poco más de milla y media y lo dejamos enfrente del pueblo donde también habían unas boyas gratuitas para los veleros en aproximadamente la posición 016 26,80S 152 14,64W. El lugar era precioso, con Maupiti enfrente y los hermosos motus que la rodean muy cerca. El agua en cambio era muy poco trasparente debido a la gran cantidad de plancton, y aunque sólo había un fondo de 4 a 5 metros, no podíamos verlo. Por la tarde desembarcamos en el pueblo. Dejamos el dingui en un pequeño pantalán flotante situado justo detrás de la Oficina de Correos y paseamos un rato. Todo el mundo, sin excepción, nos saludaba, por lo que cada dos por tres estabas diciendo Ia Orana con una sonrisa. Un señor en bici se puso a charlar con nosotros preguntándonos de dónde veníamos y cuánto tiempo nos quedaríamos. Sin duda, era el lugar más tranquilo en el que habíamos estado de las Islas de la Sociedad.
Al día siguiente, el día volvía a ser muy soleado pese a la previsión de hacía unos días, así que decidimos desembarcar para subir al Monte Teurufaatiu. El comienzo del sendero eran unas escaleras de cemento muy fáciles de localizar si preguntabas a cualquier local. Desde allí, el camino era muy evidente y subía sin descanso hasta la cima. La vegetación, un bosque de mape (especie de castaño polinesio) cubría casi todo el recorrido y la ascensión se hacía a la sombra muy relajadamente. La parte última del recorrido era más pronunciada, pero unas cuerdas fijas instaladas hacían más fácil la ascensión. En una horita estábamos en la cima y las vistas eran realmente admirables. Se veía perfectamente toda la laguna, el arrecife que lo bordeaba, incluyendo sus motus, y se veía especialmente bien el canal de acceso a la isla con su ese por el que habíamos pasado dos días antes.
El descenso fue mucho más rápido y en 30 minutos ya estuvimos en el pueblo. Pasamos entonces por una par de tiendas de comestibles que apenas tenían nada más que productos enlatados y fuimos al diminuto mercado que se organizaba frente a la oficina postal con únicamente tres paradas. La variedad que ofrecían era poca: berenjenas, plátanos, pepinos y pimientos. Compramos unas berenjenas a 2,80 euros un par de kilos. Más tarde buscamos el pan, pero ya se había terminado en las dos panaderías que habían en el pueblo. Esa tarde llovió mucho, pero no trajo nada de viento.
Por la mañana del día siguiente nos dedicamos a darle una vuelta a la isla caminando. El trayecto era sólo de 10 kilómetros por lo que no nos valió la pena desembarcar las bicicletas. La isla era realmente tranquila, sin apenas coches, y todas las personas con las que nos cruzamos nos siguieron saludando sin excepción aunque fuesen subidos en un coche. Las casas eran de madera con unos jardines extremadamente cuidados. La costumbre de enterrar a los familiares justo enfrente de la casa se cumplía aquí también, pero de una forma aún mucho más acusada y casi no había casa que no tuviera una tumba frente a ella. Recogimos por el camino un par de prune cytrère de un árbol apartado, aunque al probarlas resultó ser un fruto bastante malo de sabor. Entendíamos por qué habían muchas desperdigadas por el suelo y por qué no parecían tener mucho éxito. También vimos muchas bananeras a pie de carretera pero no cogimos nada porque todas tenían pinta de tener dueño. Todo estaba, como siempre en Polinesia, muy verde y florido. Caminando llegamos al otro lado de la isla y allí estaba el inicio de la Playa Tereira. Allí, ya fuera del camino, la fuimos recorriendo hasta llegar a la parte más cercana al motu situado al oeste de Maupiti. En ese punto, la laguna que separa la isla de Maupiti de ese motu, apenas tenía profundidad y podías atravesar la laguna caminando con el agua a la altura de los muslos. Los colores del agua aquí eran fabulosos, de un azul aguamarina muy brillante, ya que el fondo era exclusivamente de arena coralina. Con esa poca profundidad la temperatura del agua era algo elevada y estar a remojete era un placer porque podías pasarte horas sin coger nada de frío. Sobre ese fondo de arena, vimos una raya y un tiburón puntas negras.
Desde ese punto tan bonito, quizá uno de los más bonitos de la Polinesia Francesa, continuamos el paseo rodeando la isla. Llegamos a un lugar donde habían dibujados unos petroglifos antiguos. Costó dar con ellos porque no estaban muy bien señalizados, pero con algo de insistencia los encontramos y pudimos ver el más famoso, con la forma de una tortuga. Desde allí, poco había hasta que regresamos al pueblo.
En el pueblo charlamos con unos locales que días antes nos pidieron que si íbamos al atolón Mopelia lleváramos algunos productos. Mopelia es un atolón muy pequeño situado a unas 100 millas al oeste de Maupiti y poblado exclusivamente por pescadores y sus familias. Tienen un barco de aprovisionamiento cada 8 meses y parece ser que con mucha frecuencia se quedan sin gasolina y sin otro tipo de productos. Casi todos los habitantes de Mopelia son originarios de Maupiti, por lo que en esta isla siempre preguntan a los veleristas si van para ese atolón por si pueden llevar algo. La verdad era que en una situación normal nos hubiera sabido bastante mal negarnos pero esta vez no pasaba nada porque sabíamos que otro velero que estaba allí, de unos canadienses, sí que iban a ir y en su velero cabía todo lo que pretendían llevar los isleños. Nosotros, con algo de pesar, no iríamos a Mopelia porque habíamos optado hacer la ruta que llevaba a Suwarrow, en las Islas Cook, y llegar más tarde a Samoa Americana y a Samoa. Con este plan, el atolón Mopelia quedaba un poco fuera de ruta y aunque puede irse perfectamente dando una pequeña vuelta, lamentablemente, no podíamos ver todas las islas del Pacífico y en algunos momentos había que escoger unas frente a otras.
Al día siguiente, desembarcamos de nuevo. Teníamos varias faenas que hacer. En primer lugar, queríamos encontrar un lugar donde conectarnos a internet y gastar el último saldo que nos quedaba de internet hablando por skype con nuestra familia. No fuimos capaces. Al parecer, ya no había en esa zona de la isla señal de la compañía que teníamos (Hotspot). Decidimos entonces contactar con ellos gastando el saldo en unas tarjetas telefónicas que también nos quedaba pero tampoco pudimos. De las tres cabinas cercanas que probamos, ninguna de ellas funcionaba. En todas ellas podíamos escuchar a nuestros familiares pero ellos no nos podían escuchar a nosotros. Una pena. Otra faena que hicimos fue cargar varios bidones de agua en una de las abundantes fuentes de agua potable que hay en la isla a disposición de todos, y es que las casas de las islas no tienen acceso al agua potable y los locales van también a esas fuentes para coger agua. Otra faena fue intentar comprar fruta, en concreto unas toronjas (pamplemousses) que nos gustan mucho por su sabor y porque se conservan largo tiempo fuera de la nevera, pero no nos fue posible. El día anterior habíamos visto muchos árboles con frutos en las casas pero quizá por esa abundancia, en las tiendas nos las vendían y sólo pudimos comprar una en una tienda. De regreso al barco, descargamos el parte meteorológico a través del teléfono satélite y observándolo decidimos que partiríamos al día siguiente. Antes de hacerlo, bien temprano, volvimos a desembarcar para comprar las últimas provisiones de verduras y pan. Sólo poner el pie a tierra vimos que todo estaba muy tranquilo, especialmente tranquilo. Enseguida nos dimos cuenta el porqué. Era uno de mayo, día del trabajador, y era un día festivo. No podríamos comprar pan ni fruta. Paseando, vimos un árbol de toronjas en una casa con un montón de frutos. Así que, ante la imposibilidad de comprarlos en las tiendas, decidimos comprarle a la señora de la casa que veíamos por el jardín. Se lo comentamos y la señora, muy risueña, aceptó sin dudarlo y nos recogió un buen cargamento. Pero a la hora de pagarle nos dijo que no le debíamos nada, que nos lo regalaba. Nos supo muy mal pero la señora, bastante anciana, no paraba de reírse y de decir que no. Así pues, sin nada que poder hacer al respecto, aún nos quedaban un pocos francos polinesios por gastar. Vimos un pequeño colmado que abría ese día un par de horas y gastamos el poco dinero local que nos quedaba en algunas latas. Así pues, bien provistos de todo, regresamos al barco, no sin antes pasar a despedirnos por un par de veleros que habían allí fondeados y que habíamos conocido esos días, uno francés y otro canadiense.
Partiríamos entonces hacia Suwarrow, una de las Islas Cook, un Estado formado por varias pequeñas islas desperdigadas por el Pacífico Sur. En principio la travesía no era muy larga, unas 650 millas, pero finalmente se nos haría más larga de lo esperado. En la próxima entrada os lo contamos.
¡Hasta pronto!
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Fernando - Andua dice:
Las vistas conseguidas desde el monte Teurufaatiu son preciosas, ese lado del mundo es realmente bonito.
Que envidia el buceo con las mantas, unos animales increibles.
Ya estoy deseando ver el repor de las islas Cook. Deseo que todo os vaya bien y que el viento os siga llevando donde queráis.
Un saludo.