HIVA OA (ARCHIPIÉLAGO DE MARQUESAS). Del 21 de junio al 2 de julio de 2014.
Durante todo el día anterior no había soplado nada de viento pero ese día, en el fondeo de Hanavave en Fatu Hiva, una pequeña brisa hizo imaginarnos que fuera del resguardo de la isla, habría suficiente viento para avanzar hasta Hiva Oa. Partimos entonces con las primeras luces del día, poco antes de las seis de la mañana y nos alejamos a motor de la isla que tanto nos había gustado. En cuanto estuvimos alejados del resguardo de la isla nos dimos cuenta que nuestro pronóstico sobre el viento estaba totalmente equivocado. Ese día, tampoco iba a hacer nada de viento. Así pues, nos tocó hacer las 45 millas de travesía a motor. Hacía un día radiante y el sol, pronto nos empezó a achicharrar. Buscábamos la sombra que daba el bimini y finalmente, también pusimos el toldo negro que sólo poníamos en los fondeos. Durante la travesía, observamos en la distancia la costa este de la isla de Tahuata, isla que visitaríamos a continuación de Hiva Oa, y también vimos la costa oeste de la deshabitada isla de Mohotani, que por lo que habíamos leído no tenía ninguna bahía realmente abrigada para fondear.
Llegando a Hiva Oa, el cielo comenzó a nublarse y pudimos observar varios chubascos que pasaron cerca pero que, afortunadamente, no nos mojaron. Finalmente, llegamos a la escondida Bahía de Tahauku, muy próxima al pueblo de Atuona, el principal poblado de las islas Marquesas del sur. La bahía, a resguardo de un cabo y de un pequeño rompeolas, era extraordinariamente tranquila aunque muy pequeña. Habíamos leído que era necesario fondear con dos anclas y nosotros ya teníamos todo preparado para realizar la operación. Estábamos un poco nerviosos porque nunca habíamos fondeado de esa forma pero a priori, no teníamos que tener problemas. Pensábamos echar por proa el ancla y la cadena habitual empalmándole además un largo cabo. Hubiéramos echado para atrás hasta haber echado la cantidad necesaria del cabo empalmado y entonces, hubiéramos echado el ancla de popa con un tramo de cadena y otro cabo. Para acabar, hubiéramos recogido de proa y nos hubiéramos quedado equidistantes tanto del ancla de proa como de popa. No debía ser complicado. Pero al llegar a la pequeña bahía nos sorprendimos porque había tres veleros que sí estaban fondeados con dos anclas en los extremos del fondeo pero el resto, unos cinco, estaban fondeados con un ancla. Estaban de tal forma que nadie se molestaba porque no había muchos barcos, pero nosotros, por el espacio que había, si no queríamos molestar a nadie debíamos fondear también con un ancla y así lo hicimos. Al final, nos quedamos fondeados en seis metros de profundidad.
Al día siguiente nos quedamos en el barco. Estaba lloviendo a ratos y teníamos cosas que hacer. Un velero norteamericano con dos personas llegó, fondeó con dos anclas muy cerca de nosotros y desembarcaron sin aparentemente preocuparse si molestaban o no a los vecinos y si estos fondeaban con una o dos anclas. Con el paso del día, el viento se paró y la corriente acerco mucho al Piropo hacía el recién llegado, obligándonos a estar toda la tarde pendiente de no darnos con el barco vacío. Con el tiempo, nos dimos cuenta que era muy difícil que nos diéramos, salvo que el viento soplara en la peor dirección con una intensidad algo fuerte, pero creíamos que el norteamericano hubiera dejado mucho mejor su barco con una ancla en vez de con dos. Por la tarde, un navegante solitario ruso del velerito que teníamos al lado, se acercó para darnos unas langostas que le sobraban y que había comprado. Las había preparado a la brasa con ajo y queso roquefort. ¡Qué generosidad! Como nos supo muy mal, Sandra preparó un bizcocho de limón y por la noche se lo llevamos. Estuvimos charlando con él y le preguntamos si no tenía una segunda ancla para poner. De esta forma, nosotros podríamos poner nuestra segunda ancla, nos alejaríamos del barco norteamericano y todos estaríamos con dos anclas sin borneos peligrosos. Nos dijo que no tenía segunda ancla pero que no nos preocupáramos y que al día siguiente pusiéramos las dos anclas ya que él, ese día, se iba a marchar a otra isla.
Tras una noche muy incómoda vigilando la cercanía del barco norteamericano, por la mañana bien temprano, echamos la segunda ancla. La operación la hicimos directamente con el dingui llevando el ancla, la cadena y el cabo a la distancia que creíamos necesaria, y allí, lo fuimos echando todo en dirección al barco. Después, desde el Piropo, tensamos el cabo ayudados por el winche y de esta forma, nos alejamos del barco norteamericano por fin.
Desembarcamos con La Poderosa y, por una rampa de piedras, la subimos a tierra y la dejamos allí. Cerca había un muelle en el que se podía dejar el auxiliar con un ancla por popa pero nosotros, preferimos dejarla en tierra. Aprovechamos para tirar la basura de toda la travesía que todavía no habíamos podido tirar porque en Fatu Hiva, según nos comentaron otros navegantes, no se podía echar. Afortunadamente, la basura no era mucha y no olía porque la materia orgánica ya la habíamos tirado en su momento por la borda. También aprovechamos para tirar una cosa asquerosa que Sandra había descubierto esa misma mañana. A uno de los paquetes de espaguetis, le habían salido decenas y decenas de escarabajitos que campaban a sus anchas por el interior. La imagen era repulsiva porque se asemejaban a las cucarachas aunque no lo eran. Lo más curioso era que no había ningún escarabajo en el exterior. Parecía que no podían salir de la bolsa, por lo que presumimos que los huevos de los insectos ya debían venir dentro del paquete y respiraban con el aire que todavía había en el interior. En fin, que se fue a la basura el paquete entero con sus inquilinos incluidos.
El fondeo de Atuona no era muy bonito para ser Las Marquesas pero sí lo era si lo comparabas con otros lugares. La vegetación se seguía viendo por todos lados y el tener el barco tan seguro en una bahía tan tranquila, te hacía ver todo mucho mejor de lo que ya era. Nos habían comentado que era un fondeo movido por algo de ola que entraba pero nosotros estuvimos perfectos y fondeados con dos anclas aproados a lo poco que entraba, no se notaban en absoluto.
Desde la pequeña bahía de Tahauku, había un paseo hasta el pueblo de Atuona. No era un largo paseo y a nosotros, ese primer día, nos gustó mucho, pero sí que era lo suficientemente largo para que si lo repetías varias veces te cansaras. Así pues, al día siguiente, desembarcaríamos las bicis y el paseo, que sólo tenía un par de repechos fuertes, se haría mucho más ameno. Durante los días que estuvimos allí, vimos a un navegante francés que desembarcó una diminuta moto de 125 cm3. El desembarco le costó bastante, sobretodo del dingui al muelle, pero luego fue la envidia de todos los navegantes que estábamos allí porque podía visitar toda la isla y hacer muchísimos kilómetros sin ningún problema, incluyendo los fortísimos desniveles que tenían estas islas tan montañosas.
El pueblo de Atuona era tranquilo, con casas de una sola planta y de materiales prefabricados. Era el pueblo más grande de la isla y de todas las islas del sur de Marquesas pero aún así, tenía unas dimensiones muy pequeñas. Nos sorprendió la casi inexistente infraestructura turística y es que aparte de los navegantes de veleros y los turistas que pasaban fugazmente en el crucero-carguero Aranui, pocos más debían visitar el lugar. Lo primero que hicimos fue formalizar nuestra estancia en la Polinesia Francesa, y para ello, nos fuimos a la gendarmería. Un gendarme muy simpático nos entregó un papel que rellenamos, fotocopió los papeles del barco y listo. No hubo que pagar nada. Como ciudadanos de la Unión Europea, podíamos quedarnos todo el tiempo que quisiéramos y el barco, por su parte, podía quedarse treinta y seis meses sin tener que pagar aduana. La única limitación que teníamos por ser la Polinesia Francesa un país de ultramar francés y no un territorio de ultramar francés como Martinica o Guadalupe, que sí eran zonas totalmente incluidas en la Unión Europea, era que no podíamos trabajar. Los franceses en cambio, sí podían hacerlo. De todas formas, no nos íbamos a quejar porque al parecer, los que eran extracomunitarios tenían que hacer muchos papeleos, pagar mucho dinero, e incluso, dejar una importante fianza que se devolvía al salir del territorio. Y lo peor, sólo podían quedarse en el territorio un período de tiempo bastante corto.
De la gendarmería, fuimos a la Oficina de correos para enviar a Tahití los papeles que habíamos rellenado. El trámite nos pareció bastante curioso y muy poco formal porque la carta se enviaba por correo ordinario sin ninguna acreditación del envío. Al parecer, sólo en Tahití se tramitarían los papeles oficiales y lo que se hacía en la gendarmería de Atuona era simplemente una preentrada. En la oficina de correos nos informamos sobre las tarjetas para llamar por teléfono –aproximadamente por 10 euros, podías hablar 10 minutos con España- y compramos una tarjeta para acceder a internet con tu propio ordenador -4 euros una hora-. En la propia oficina tenían un ordenador con el que te podías conectar, pero en todos los días que estuvimos allí, nunca funcionó. Cuando no era la luz, era la antena y cuando no, el satélite. Todo internet en la Polinesia funcionaba vía satélite y por eso, al menos en esa isla, internet iba a ser lento y caro, si conseguíamos que funcionara. Poner las entradas en la página web iba a ser complicado y los videos, iban a quedar totalmente descartados. Con suerte, podíamos hablar y vernos con la familia a través de skype aunque eso sí, viéndonos bastante pixelados.
Tras la Oficina de correos, fuimos al banco a conseguir moneda local cambiando los euros que llevábamos. Como máximo se podían cambiar 400 euros cada día y la comisión por ello era una cantidad fija de casi 5 euros, independientemente de la cantidad que cambiaras. El cambio del euro al franco polinesio era también fijo y un euro equivalía a 119,331742240 XPF.
No acabamos en el banco nuestras gestiones en Atuona y la siguiente tarea fue buscar un sitio donde pudiéramos hacer un análisis de sangre para Sandra. Había que comprobar si por fin le habían subido las defensas y ya se podía considerar casi totalmente recuperada de su enfermedad. Enseguida encontramos el pequeño centro de salud pero allí, una enfermera nada simpática nos dijo que eso lo teníamos que hacer en un médico privado y nos indicó el único que había en el pueblo. Fuimos entonces allí y dejamos al médico un poco desconcertado y presumimos que no debía ser habitual nuestra petición. Al principio, nos volvió a dirigir al hospital, pero cuando le dijimos que nos habían medio echado de allí, dijo que él podría dar la orden de que un enfermero también privado sacara la sangre y después, habría que remitirlo todo en avión a Tahití que era el único lugar donde habían laboratorios. No obstante, si hacíamos el análisis al día siguiente, a las 48 horas, tendríamos los resultados. Nos costaría todo casi 90 euros pero nos pareció bien. No había alternativa. Qué diferencia con Galápagos que nos lo hicieron gratis e incluso con Panamá, que fue relativamente barato pese a ser un laboratorio privado.
Sólo nos quedó entonces echar un vistazo a las tiendas de comestibles locales. No tenían demasiadas cosas pero se podía encontrar bastante surtido. La mayoría de productos tenían unos precios muy elevados pero había algunos, que seguramente por estar subvencionados por ser de primera necesidad, tenían unos precios que nosotros podíamos calificar de normales. El pan, la leche, el agua, la mantequilla, la pasta, el arroz, la harina, las sardinas de lata y la carne congelada por ejemplo, tenían precios semejantes a los de España. Cosas con precios exorbitados son la mayoría de latas, los dulces, las mermeladas, los quesos , las salsas o el alcohol (un tetrabrik de vino casi 10 euros). La fruta, como era tan abundante por todos lados, en las tiendas ni se vendían y lo que tampoco había eran casi verduras. Para conseguir algo más de verdura había que ir por la mañana a una plaza donde la vendían los agricultores locales a unos precios bastante elevados como por ejemplo, casi 4,5 euros el kilo de tomates, 1 euro una lechuguita diminuta o casi 5 euros el kilo de col.
De regreso al Piropo caminando desde el pueblo, un señor mayor muy amable nos llevó en su coche sin ni siquiera pedírselo. La amabilidad polinesia seguía existiendo.
Ya en el puerto, preguntamos por la calidad del agua que salía de un grifo y nos confirmaron que no era buena para beber. Era buena para lavar pero la gente de los barcos que la habían bebido habían cogido gastroenteritis. Metimos un agua en una botella vacía y comprobamos efectivamente que no se podía beber ya que salía bastante turbia y tenía sospechosos tropezones negros muy diminutos. Así pues, tendríamos que comprar agua embotellada lo que era una pena en unas islas que tienen agua por todos lados. Pensamos entonces que deberíamos haber cargado más agua en Fatu Hiva pero en aquel momento no lo sabíamos.
Cuando íbamos a regresar al Piropo en el auxiliar, vimos el auxiliar del barco norteamericano, el que nos había fastidiado toda la noche, dándose golpes con las olas en las rocas. Daba pena verlo. Nos supo mal y lo cargamos, pese a lo mucho que pesaba, tierra adentro para que no se destrozara. No nos caían muy bien a priori pero al cabo de unos días, los conocimos y nuestra opinión de ellos se suavizó e incluso se transformó. Uno era un tripulante argentino, músico y gitano, muy simpático que hacía barcostop, y el otro, el capitán y dueño de barco, era un exmilitar norteamericano que como casi todos los norteamericanos que estábamos conociendo, lo primero que te soltaban era que era horrible lo que hacía EEUU en el mundo sin que tú hicieras ningún comentario político. ¿Debían tener mala conciencia? Nos explicó su vida, en qué consistía su trabajo en el ejército, lo que no le gustaba de EEUU, sus viajes y la curiosa historia del Canal de Panamá que ya conocíamos. Al pobre hombre le debimos caer bien y se despidió con unos efusivos deseos de que todo nos fuera bien porque según él, éramos muy buenas personas. Deseábamos que tuviera razón.
Por la tarde, llovió a intervalos. Esos primeros días en Hiva Oa iban a ser lluviosos y temíamos que así iban a ser siempre así en las Marquesas porque todo era frondosamente verde y florido, pero afortunadamente, tras esos primeros días, casi no nos llovió y si lo hacía, lo hacía muy fugazmente.
Al día siguiente, desembarcamos las bicis e hicimos una pequeña excursión hasta Taahoa. Era un diminuto pueblo donde cerca, había un yacimiento arqueológico de los tres más importantes de Las Marquesas. Pasando por Atuona, compramos pan, agua y sardinas de lata para comer por el camino. Pasado Atuona, el camino se endureció y aunque corto -7 kilómetros- fue duro porque había muchas pendientes. Sin embargo, disfrutamos mucho por las vistas, por el paisaje, por el propio pueblo de Taahoa y por el pequeño camino que iba del pueblo al yacimiento arqueológico. Las casitas del pueblo eran muy bonitas y en todas se cuidaban mucho los jardines. También vimos por el camino que algunas tenían secaderos de copra, la pulpa del coco, y que a consecuencia de ello, el ambiente se impregnaba de una fuerte fragancia a coco. El yacimiento arqueológico de Taahoa también nos gustó mucho aunque estaba un poco abandonado, y excepto un cartel explicativo, tenía poca información adicional donde poder entender bien lo que se estaba viendo. No obstante, el lugar nos encantó porque pudimos ver nuestro primer tiki, que son esculturas antropomórficas de dioses polinesios hechas normalmente en piedra o madera. La extensión del yacimiento era enorme y entendíamos por qué eran considerados un yacimiento de tanta importancia. Claramente se podían ver las piedras que servían de base para las casas de madera y los muros que rodeaban los sitios de culto en los que entre otras cosas, se hacían sacrificios humanos. La zona, bastante resguardada del viento, estaba infestada de mosquitos y aunque te echaras repelente, los mosquitos acababan encontrando un lugar donde picarte.
Los dos siguientes días en Hiva Oa iban a pasar rápido y nos iban a cundir muy poco. El motivo principal era que debíamos ir y venir al pueblo a hacer el análisis de sangre y recoger los resultados y siempre se perdía mucho tiempo en los trayectos. El enfermero le sacó la sangre a Sandra especialmente bien pese a que a priori, no tenía ninguna pinta de enfermero. Pero luego, en cuanto lo pensamos un poco y nos fijamos, nos dimos cuenta que todos aquí vestían de la misma forma: chanclas, bermudas y camisas floreadas. A todos les vimos el mismo atuendo: al médico, al enfermero, al de la oficina de correos, al del banco, a los de las tiendas… todo el mundo. Sólo vimos de uniforme al gendarme y a los miembros del pequeño destacamento de militares franceses que había en Atuona aunque estos últimos llevaban un uniforme algo tropicalizado con unos pantalones cortísimos aunque eso sí, de camuflaje.
Una de las noches, fuimos a la fiesta que se organizaba en el pueblo como comienzo de las fiestas del Heiva. El Heiva es la celebración del 14 de julio –la fiesta nacional francesa- en la Polinesia Francesa. La mayor celebración se hace en Tahití pero en las otras islas también se hacen pequeñas celebraciones locales. Sólo habíamos oído que a las cinco empezaba una fiesta y que luego había un baile aunque no sabíamos bien en qué consistía todo. Llegamos en bici y vimos que habían montado unas casitas de madera y estaban poniendo sillas y acondicionándolas pero allí no había casi nadie. No sabíamos si nosotros podíamos asistir o era una fiesta privada, si había que llevar algo y a qué hora comenzaba todo. Aquello estaba un poco muerto. Preguntamos y al final empezamos a entender cómo era la fiesta que era mucho menos popular y algo más mercantil de lo que nos imaginábamos. Cada caseta era como un pequeño negocio que servía bebidas y comidas y ponía música. Se podían pedir ya cosas aunque la gente solía llegar un poco más tarde, sobre la hora de la cena, a partir de las seis de la tarde. Sobre las nueve de la noche, habilitaban una zona de baile tipo discoteca cuya entrada también se pagaba. Nos desencantamos un poco porque imaginábamos algo más popular y encima, no había nadie. Estábamos decidiendo qué hacer y entonces llegó el capitán del barco australiano Providence, con una tripulante y nos quedamos juntos tomando algo. Más tarde se nos unirían el resto de tripulantes del barco y entre ellos, la simpática chilena que conocimos en Fatu Hiva. Algo más tarde, se nos unieron también los tripulantes del Adventure. La gente del pueblo fue llegando a cenar y a charlar y el ambiente se fue animando. Sin embargo, la zona de baile, estaba desierta cuando nos fuimos. Nadie parecía dispuesto a pagar. Al final, pasamos una agradable noche y vimos el ambiente local.
Esos días tampoco no nos cundieron mucho porque siempre te enganchabas a charlar con uno u otro navegante del fondeo. Y entre ellos, siempre encontrabas a personajes curiosos. El que se llevó la palma fue sin duda un norteamericano, antiguo informático de IBM, que se había comprado un barco enorme de 1930 en Martinica, el Adventure, y lo estaba llevando a Tonga porque allí quería usarlo como barco de cabotaje para trasladar melones. Según nos contaron los tres tripulantes de barco-stop que llevaba, tres chicos jóvenes muy simpáticos, dos franceses y uno ruso, el barco casi se caía a pedazos y el capitán, en mitad travesía a Marquesas, se había dado cuenta que el barco era demasiado lento y no sabía si le serviría para el destino que le quería dar. Sin duda, había gente muy aventurera. Los tripulantes no se quedaban atrás, uno quería dar la vuelta al mundo en bicicleta y ahora la llevaba metida en el barco. Otro, viajaba continuamente y cada seis meses, se pasaba un mes en Rusia, su país, como de vacaciones. El último, había estado dos años viviendo y trabajando en Galápagos y ahora, se había subido en ese barco sin tener destino fijo. Curiosas vidas. Pero para curiosas vidas, las de las personas que vimos enterradas en el cementerio de la ciudad. Paul Gauguin y Jacques Brel. Si leías su biografía te sorprendían porque además de haber hecho en su vida cosas fuera de lo común, también habían llevado una vida extraordinaria. Ambos personajes, huyendo de la civilización, acabaron viviendo y muriendo en esa isla. En el caso de Jacques Brel, navegando con su pareja por estos mares en su propio velero. La tumba de Jacques Brel tenía muchas dedicatorias escritas en piedras y la de Gauguin, en cambio, era muy sencilla pero claramente diferenciada del resto de tumbas del cementerio.
Durante esos días, el motor de La Poderosa nos empezó a fallar. Encendía más o menos bien pero había que llevarlo siempre con el aire abierto porque si no se paraba. Echaba bastante humo blanco y perdía aceite por abajo. No tenía pinta de ser el carburador ni la bujía que habían sido los problemas anteriores porque lo del aceite era un poco extraño pero aún así, Dani limpió el carburador y de paso cambió la bujía, pero no obtuvo ningún resultado positivo. Hasta ahí llegaban nuestros conocimientos mecánicos por lo que deberíamos echar mano del motorcito de recambio que compramos en Panamá a la espera de encontrar a alguien que pudiera arreglarlo.
Finalmente, los resultados del análisis de Sandra no salieron del todo bien. Los glóbulos blancos seguían sin llegar al mínimo pero el aumento continuaba existiendo aunque a un paso tan y tan gradual que resultaba algo cansino. Pero a ese paso, en algún momento deberían llegar a los niveles mínimos aceptables. Lo que sí nos preocupó era que los niveles de glóbulos rojos habían bajado cuando antes estaban normales. El médico no nos supo dar una razón pero esa misma noche, encontramos una posible explicación porque a Sandra le vino el período por primera vez después de la quimioterapia. Fue una alegría enorme. Sabíamos que la esterilidad era una posibilidad a consecuencia del tratamiento contra el cáncer y descubrir que poco a poco, todo iba volviendo a la normalidad, nos dio una tremendísima alegría. Los duros momentos del año anterior no los habíamos olvidado y estas buenas noticias te hacían recordar y valorar lo bien que estábamos y lo mal que podíamos estar.
En el propio puerto, había una pequeña caseta que era una especie de oficina de turismo en el que una señora local llamada Sandra ofrecía diversos servicios a los veleros: trámites burocráticos, tours turísticos, taxi, internet e incluso verdura. Allí, pudimos conectarnos más o menos bien a internet a un precio de 300 XPF la hora (algo menos de 3 euros). Internet no iba demasiado rápido pero a diferencia de la oficina de correos, al menos iba. Aunque el horario de la oficina de Sandra era de 8 a 12 de la mañana, no demasiado amplio, y eso cuando no cerraba antes sin previo aviso y te tenías que ir precipitadamente.
Teníamos muchas ganas de visitar Puamau, un pueblo que estaba al norte de la isla y no sólo por el trayecto hasta allí cruzando toda la isla, sino porque allí estaban los tikis más grandes de toda la Polinesia después de, claro está, la isla de Pascua. Tras descartar coger un coche de alquiler porque costaba 1300 XPF por un día, estuvimos a punto de ir en un coche con conductor y gasolina incluida por el mismo precio pero al final, contratamos el mismo coche con los integrantes del barco de 1930 que se iba a Tonga a transportar melones. El viaje no nos decepcionó nada y nos sorprendió lo maravillosa que era Hiva Oa. El interior era un verdadero vergel. Entendíamos porque Gauguin y Brel habían acabado aquí. Nos sorprendió ver pinos en el centro de la isla justo en la zona más alta. De camino al norte, paramos para ver el conocido tiki sonriente. Una figura muy bien conservada que estaba en medio del bosque y tenía una extraordinaria boca sonriente. Estaba cerca de una antigua zona funeraria compuesta de una plataforma de piedra y el conductor nos explicó que a los muertos, en la época, no se les enterraba sino que se les ponía en cuevas o entre las raíces elevadas de los árboles. Pero antes de eso, tenían que dejar el cuerpo sin piel y por eso, sobre unas plataformas de piedra lo dejaban secar y a mano, iban extrayéndola toda.
Tras cruzar el centro de la isla, llegamos a la zona norte donde un camino al borde del abismo serpenteaba subiendo y bajando entre las aristas casi cortantes de las montañas y bordeando más tarde pronunciados acantilados al borde del mar. El camino de tierra, que transcurría en ese momento muy cerca del mar, estaba en muy mal estado y bordeaba distintas bahías que nos planteábamos visitar más tarde con el barco. Las bahías, todas en la zona noreste de la isla, se veían bastante bien resguardadas pero algo de mar entraba por lo que los fondeos debían ser algo movidos. No eran lugares muy populares para los veleros y al verlas entendimos por qué. Nosotros no las visitaríamos y allí, tampoco se veía ningún velero. Paramos por el camino en una especie de granja local. Nos dieron a probar plátano confitado por si queríamos comprar y además, vendían otros productos como vinagre de plátano, limones confitados y artesanías hechas con hueso de vaca. Tras la corta visita a la granja, finalmente llegamos a Puamau, un diminuto pueblo que enseguida dejamos atrás para llegar al pequeño yacimiento arqueológico donde pudimos contemplar los famosos tikis. Uno llegaba a medir más de dos metros y medio, otro tenía una extraña forma de pez, otro estaba enterrado por la cabeza y sólo se veían los pies. Había en pié todavía algún muro y una zona donde al parecer tatuaban. Esa zona de tatuaje tenía una silla de piedra y unos huecos en las piedras para poner la tinta. El lugar era espectacular, con esas figuras erguidas por una civilización tan prehistórica. Por lo que nos comentaron, en 2017 iban a declarar la zona Patrimonio Mundial de la Unesco. En el propio yacimiento, alguno de los árboles cercanos altísimos nos bombardearon con sus frutos que se llamaban “prunes citrel” que eran perfectamente comestibles.
A continuación, fuimos a comer a Puamau en un sitio que no era propiamente un restaurante sino una casa particular en la que tenían habilitada una zona con mesas y sillas. Comimos muy bien platos típicos polinesios: pescado crudo con coco, cabrito en coco, cerdo con verduras, mandioca frita riquísima, plátano confitado gelatinoso en coco, bananas asadas dulces, arroz y de beber, zumo de carambola. La verdad era que daba pena dejar comida pero fue imposible acabárselo todo pese a que el conductor, con muy buen apetito, no paraba de llenarse platos y como le sabía mal que él comiera y tu no, te llenaba el plato de pasada.
De regreso hacia Atuona por el mismo camino de tierra –no había otro-, pasamos por el diminuto aeropuerto porque al capitán del otro barco, le apetecía visitarlo ya que le gustaban mucho los aviones y era piloto privado. En el aeropuerto no había nadie y nos paseamos por la pista sin ningún problema. Stephen, que así se llamaba el exinformático de IBM que iba a meterse en los negocios de los melones en Tonga, debía ser un hombre adinerado pero especialmente, parecía que idolatraba el dinero y buscaba oportunidades de negocio por donde iba. Nos enseñó lleno de admiración una foto de un gigantesco megayate y nos dijo, que era el barco pequeño del dueño de Wall Mart –la gigantesca cadena de supermercados estadounidenses- y que sólo lo usaba la hija de ese señor. El millonario al parecer, tenía uno aún más grande. Stephen entonces intentó sonsacar información del conductor que nos llevaba en búsqueda de negocios:
-¿Cuales son los buenos empleos de la isla?
El conductor, con una mentalidad muy polinesia poco le ayudó:
-El mejor empleo es estar tumbado en la hamaca.
Ya en el puerto, cuando íbamos a coger La Poderosa para regresar al barco, nos enganchó un grupito de locales que estaban haciendo una especie de fiesta. Una señora nos dio “pamplemousse” (toronjas) pero a ellos más que la vitamina C les atraía más lo que estaban tomando: marihuana en una especie de pipa de plástico y mucho raku, una bebida alcohólica obtenida por la fermentación del agua de coco durante tres meses. Declinamos la invitación para fumar y probamos un poco de la imbebible bebida. Estaba fuertísima y prueba de ello era que la mayoría del grupo estaban totalmente borrachos. La señora, que era la que nos invitó a unirnos al grupo y que estaba algo más sobria, nos comentó que ella era originaria de Tahuata, la isla siguiente que visitaríamos, y que ella se apellidaba Barinas porque al parecer, hace siete generaciones, atracó en la isla un barco español y se quedaron a vivir. En Tahuata al parecer, muchos eran descendientes de españoles. La señora parecía simpática pero no regía muy bien. Sin que se lo pidiéramos se ofreció a darnos mucha fruta porque según ella, el dar era una tradición marquesiana que se estaba perdiendo y era una pena. Se ofreció al día siguiente a venir al puerto a una hora para darnos fruta para poder así cumplir con la tradición pero no apareció. A nosotros nos dio igual por la fruta pero nos trastocó el tener que quedar a una hora para nada. Más tarde nos la encontramos en el supermercado y sin decirle nada, nos dio una excusa muy apenada y pese a que nosotros le comentamos que no pasaba nada, se volvió a ofrecer a venir al día siguiente. Tampoco apareció. ¿Qué necesidad tendría la pobre mujer de ofrecerse si luego no podía ir?
Pasaron los días volando y cuando nos dimos cuenta, llevábamos un buen tiempo en la isla así que, decidimos partir hacia otro destino del archipiélago: Tahuata. Dejaríamos atrás Hiva Oa que nos había gustado especialmente pero aún volveríamos a fondear en ella más adelante, concretamente en la Bahía de Hanamenu, en el norte de la isla, cuando navegásemos en dirección a Ua Huka.
La partida nos dio algo de intranquilidad porque hacía unos días, un velero neozelandés, había enrocado el ancla y deseábamos que no nos pasara lo mismo. Sus tripulantes quitaron tensión a la cadena, dieron vueltas y vueltas con el velero pero nada, el ancla siguió bien enganchada. Un miembro de un barco australiano cercano se echó al agua con botellas de buceo y ni con esas. Se pasó casi una hora abajo y el pobre, no pudo soltar el ancla de donde se había enganchado. Finalmente, al día siguiente, el buceador se volvió a tirar al agua y sin motivo aparente, el ancla se soltó enseguida. Qué mala suerte tuvieron de enrocar porque el fondo no parecía malo. Debieron engancharse con la única roca que había. Afortunadamente, nosotros no enrocamos y nuestras anclas salieron bien.
Todo el mundo hablaba muy bien de Tahuata, nuestra siguiente isla, pero ¿sería para tanto? En la próxima entrada contaremos cómo nos fue por allí.
Un abrazo.
Hombre de mar dice:
¿tiráis? un sobre de pasta con "escarabajos" o bichos en una isla así?. De donde habéis salido? solo criticáis a la población y barcos que os rodean a menos que os agasajen. Navegáis como rastreros pordioseros sin saber lo que es la camaradería entre navegantes ni la comulgación con otros pueblos. Sois desagradecidos cuando nada tenéis que ofrecer, Ensuciáis de gasoil, de basura y bichos sin respetar nada… ¡¡Como molan vuestras fotos!! ¡Qué verdes y amigables parecéis en ellas!! Sólo sabéis posar, pero ni puta idea de convivir o respetar otras culturas. Nada que no os venga bien o sea de vuestro beneficio alabáis, no respetáis nada que ídem… Repasad vuestro diario, el más vergonzoso leído hasta ahora de cuantos naveantes hayan en la mar .
A todo esto, he omitido opinar sobre vuestra ineptitud como navegantes, tenéis una flor en el culo que espero os siga salvando la vida pero ni puta idea de navegar ni de prevenir ni de formas marineras. Sois el ejemplo a no seguir y del que avergonzarse que puede tener cualquier viajero, sea por mar, tierra o aire
edb dice:
Hombre de mar ….relájate que te veo muy tenso para tantos conocimientos
Me encanta esta aventura de mar y llena de VIDA. Un gran viaje .Estoy convencido que de esta aventura saldrán muy buenos hijos . Lo conseguiréis¡¡
Buenos vientos .
Jeronimus dice:
Os felicito.
Sigo vuestro blog desde hace tiempo. Y en la Taberna. Os escribo por primera vez para lo que os he dicho en el inicio, que os felicito.
Da gusto ver gente que, de mil formas y maneras, todas válidas, viven su vida como lo desean. Y si es en pareja, más. Y si es venciendo dificultades, aun más. Porque vivir, no creáis que lo tiene la gente muy claro, se vive una sola vez, no conozco a nadie de vuelta una vez en el hoyo para cumplir ese sueño en el que, soñando, se le pasó la vida.
Os lo dice uno que, en eso si es modesto, ha intentado moverse todo lo que ha podido y que el bolsillo, escaso, ha dado de sí.
Y cierro: ¡¡es de envidiar vuestras satisfacciones!!
Y aclaro, la edad y salud no me permiten ciertos lujos, pero recuerdo de tanto en tanto lo vivido y me distraigo con vuestros relatos.
Un abrazo, a los dos y a ella un beso, si, es por celos.
Alejandro dice:
Qué pasada de lugares y experiencias. Dais mucha envidia.
Espero que Sandra se recupere del todo y así disfrutais del viaje más tranquilos.
El blog es muy chulo y las fotos preciosas. Aunque creo que os quedaría aún mejor si intercalarais las fotos en el texto, cuando habláis de la escena en la que es tomada, por ejemplo.
¡Seguid haciéndonos soñar con poder hacer algo así algún día!